Por Karina Olivares
Convengamos en que algo sigue sucediendo tras nuestro particular terremoto y tsunami del 27 de Febrero pasado. Un movimiento sostenido, de origen subterráneo, que inconcluso aún se sigue manifestando insistente en cada uno de nosotros.
Podría llamarlo CAMBIO. De tendencia ascendente y circular lleva ya varios meses instalado con fuerza en nuestras vidas y para muchos ha dejado una estela de destrucción sobre todo lo que conocían como “cierto”, “verdadero” o “seguro”.
El síndrome Post 27-F, ha afectado esferas tan importantes como las que nombro a continuación: las RELACIONES –con quien estoy, con quien quiero seguir de aquí en adelante, “rompimientos”-, FORMAS DE VIDA –cambio de sentido de la propia existencia, emergen nuevas creatividades, un nuevo sentido del yo- los INTERESES -se transparentan las vocaciones y/o abandonan antiguos quehaceres -, ESTABILIDAD EMOCIONAL –aparición de síntomas psicológicos como angustia, afecciones físicas asociadas a depresión, ansiedad, trastornos post-traumaticos, entre otros.
Porque a la humedad y el frío reinantes tras el abrupto final de verano, se suman ahora los efectos de esta especie de saco sin fondo donde deposito todo lo anterior, la incertidumbre. Una gran incertidumbre social pero principalmente personal, un no saber para donde vamos o de qué sirvió lo que hicimos antes. Algo a lo cual por cierto le teme demasiada gente.
Se trata de un re-planteo desde los orígenes sin conocer del todo los resultados que obtendremos tras este movimiento que sobrevino de manera inesperada, pero que en cierto nivel “necesitábamos” –frase que he escuchado de manera insistente por boca de mis conocidos- para corregir algún aspecto bloqueado al entendimiento, quizás por años o décadas.
Al parecer la oportunidad de haber cambiado siguiendo un curso natural, ya no está más a nuestra disposición, como antes lo estuvo en aquellos días que surcaban felices nuestro cielo azulado. Sin habernos percatado, se esfumó la oportunidad para que se asentase el accidente y la crisis.
Este periodo de cambio es sin duda un evento sin precedentes, que nos atraviesa y moviliza para hacernos penetrar de manera forzada en lo desconocido. Evidentemente lo "necesitabamos" y estabamos en algún nivel interno, preparados para eso.
Como nunca antes en nuestra historia, tenemos acceso a ciertos archivos que se encontraban muy bien enterrados. Archivos históricos, colectivos, familiares y de nuestra propia persona emergieron de manera abrupta y aquí están todavía, expuestos a nuestro conocimiento y necesario análisis.
La tierra, prodigiosa ella, ha liberado cierta energía que permanecía oculta en nuestras cabezas y en los archivos del ADN que configura nuestro cuerpo y sus reacciones más básicas. Y esto sucede porque después de haber estado expuestos a un movimiento en este grado e intensidad, ninguna de nuestras estructuras queda intacta. Ni debiera.
Todo se moviliza hasta volver a su centro original. Un centro al cual se vuelve con algo de filosofía o preguntando a los que saben, como era que antes, “antes” que todo fuera resuelto con medicamentos, se accedía a las respuestas apropiadas para hacer frente a los procesos insidiosos del cambio.
Pero para que esto haya sucedido, debió haber existido antes quizás, cierta desidia en los días, un pasar por pasar, un estar por estar no más. Dejo de estancamiento e incapacidad para entender que necesitábamos verdaderamente un cambio. Ese que se manifiesta casi siempre en una llamada imperiosa de “andar más livianos” desprenderse de ciertos aspéctos, algunas relaciones que antes funcionaron “pero que ahora ya no”, de nuestra propia forma de ser. En fin.
Al parecer, desoímos también que este cambio había que implementarlo “ya”, a la brevedad posible, antes que la Tierra nos obligara a cambiar con ella. Nos desoímos porque entre otras virtudes, hemos perdido la agudeza auditiva en medio de la maraña de ruidos estridentes donde construimos nuestra vida, nuestros trabajos, las relaciones humanas.
Por cierto cabe decir que la virtud de "agudeza auditiva" tiene su centro en el corazón y sus palpitos, ¿escucharon antes sus "corazonadas"?.
Comento esto porque como nunca antes me había enfrentado a esta casi necesidad colectiva de conocer y entender qué sucede o cómo se puede volver a rearmar la vida después de un evento de esta envergadura. Lamentable o afortunadamente, nadie, salvo uno mismo en su fuero interno sabe como se re-arma la vida desarticulada o venida a menos por eventos externos o gestados desde el mismo centro personal o por acciones que dejaron huellas que se quieren borrar hoy con el codo.
Pueda ser que, en medio de esta crisis social, algún ingenioso encuentre acertado reponer en los colegios las clases de filosofía que nos dieron por última vez en la década del noventa. Como nunca antes necesitamos volver a formular las preguntas vitales, desmenuzar las respuestas, contrastarlas con la solidez de los antiguos filósofos que llenaron de esperanza o perdición alguna duditativa vida juvenil.
En medio de la polvoreda que dejó en las conciencias el terremoto de Febrero, aún encuentro ciertos claros que me permiten deciros que, como versa aquella historia hindú “Esto también pasará” mensaje que contenía el anillo del Rey que solicitó a sus sabios idear una frase que lo ayudara a ver con altura de miras tanto los momentos felices como los más nefastos y turbulentos.
Buena frase para repetir en días complejos y donde lo unico seguro es el cambio. ESTO TAMBIEN PASARÁ.
Pasará la incertidumbre, para dejarnos algo más de claridad en el camino.
Pasará también este tiempo (que sigue siendo muy breve) para implementar los cambios que se necesitan de manera urgente, en todas las áreas de nuestra vida.
Pasará la sensación de pérdida, de orfandad en algunos muchos que conocemos.
Pasará a su vez, la breve fracción de felicidad hecha de los ilusorios materiales externos. Porque la vida está en constante cambio y no hemos venido aquí a quedarnos con nada, salvo con la sabiduría del momento.
Pasará –tal vez no- este segundo en que me pregunto, dónde están mis viejos-hippies-profesores de filosofía. Se los extraña como nunca antes.
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miércoles, 12 de mayo de 2010
miércoles, 10 de marzo de 2010
EFECTOS PERSONALES
Por Karina Olivares
El agua, que alguna vez alguien dijo, sería un bien escaso.
Agua tibia y reconfortante que emerge, a raudales, cuando tomo mis baños matutinos y cuyo gasto poco me importa, o importaba hasta ayer.
Pueda ser que mañana no goce más en esta cierta impunidad que me otorga la puerta cerrada de mi baño blanco. El gozo del agua: uno de mis efectos personales más preciados.
La luz. Eléctrica, incandescente. Tengo miles de ampolletas bajo consumo, que camuflan mi exceso de consumo diario, el mismo que me opongo a disminuir con cientos de justificaciones que mañana no me servirán de nada.
La lavadora. Varios kilos de carga, poderosa. Tambor de acero. Mi ropa impecable, incluso unos pasos más allá lista para poner, gracias a otro efecto personal imprescindible, la secadora. Mi ropa un poco más allá de mi piel, habla de mi yo en silencio.
La cama. Crecí en camas blandas, camas abrigadas en invierno y casi desnudas en verano. Mi cama vuela por las noches, yo con ella sin saberlo, también. Qué sería de mí, sin este espacio vital en el que vivo también, la otra mitad de mi vida.
Los amigos. Extensiones de un yo siempre en construcción. Mis amigos que temieron irse el 27 de Febrero, sin despedidas, de golpe, sin saber cuánto los quería por ser como son y estar en mi vida. Los radiantes amantes de vivir y a los cuales les queda aún mucho por hacer.
"Algunos” de mis efectos personales. No me los quite nadie, ni la poderosa muerte, el destino escrito o la tierra en la que moro, a préstamo, por estos días movidos.
El agua, que alguna vez alguien dijo, sería un bien escaso.
Agua tibia y reconfortante que emerge, a raudales, cuando tomo mis baños matutinos y cuyo gasto poco me importa, o importaba hasta ayer.
Pueda ser que mañana no goce más en esta cierta impunidad que me otorga la puerta cerrada de mi baño blanco. El gozo del agua: uno de mis efectos personales más preciados.
La luz. Eléctrica, incandescente. Tengo miles de ampolletas bajo consumo, que camuflan mi exceso de consumo diario, el mismo que me opongo a disminuir con cientos de justificaciones que mañana no me servirán de nada.
La lavadora. Varios kilos de carga, poderosa. Tambor de acero. Mi ropa impecable, incluso unos pasos más allá lista para poner, gracias a otro efecto personal imprescindible, la secadora. Mi ropa un poco más allá de mi piel, habla de mi yo en silencio.
La cama. Crecí en camas blandas, camas abrigadas en invierno y casi desnudas en verano. Mi cama vuela por las noches, yo con ella sin saberlo, también. Qué sería de mí, sin este espacio vital en el que vivo también, la otra mitad de mi vida.
Los amigos. Extensiones de un yo siempre en construcción. Mis amigos que temieron irse el 27 de Febrero, sin despedidas, de golpe, sin saber cuánto los quería por ser como son y estar en mi vida. Los radiantes amantes de vivir y a los cuales les queda aún mucho por hacer.
"Algunos” de mis efectos personales. No me los quite nadie, ni la poderosa muerte, el destino escrito o la tierra en la que moro, a préstamo, por estos días movidos.
miércoles, 3 de marzo de 2010
LA TRAGEDIA DE LOS PERDEDORES
Por Karina Olivares
No me asombra. El robo televisado, el pillaje, el ingobierno. El terremoto ha desprovisto a Chile de su débil cáscara exitista y nos ha dejado tal cual Dios nos echo al mundo, casi de la misma forma como nos encontró este fatídico 27 de Febrero a las 03.37 de la madrugada.
No me asombra, tampoco me impacta demasiado el hecho, por todos conocido de que Chile, convertido ya en discurso y mitología, está lejos de ser una sociedad desarrollada y menos aún “solidaria”. Más bien, en la desgracia, sabemos que primero han de aflorar todos aquellos atributos sombríos, no asumidos, pero tan ampliamente conocidos en el exterior.
No por nada, un célebre aviso encontrado en un país nórdico versa sobre este rasgo idiosincrásico: “Si ve a un chileno robando, déjelo, es parte de su cultura”. Por cierto, exageraban.
El movimiento telúrico nos ha dejado en pelotas. Porque no solo descubrió el contenido de las casas derruidas, que antes estuvieran protegidas por altos muros o lo que tenemos o tuvimos a nivel material y que hoy se ha llevado ese mar que tranquilo “alguna vez nos bañó”.
Nos despojó también de la falsa creencia de que en momentos de emergencia las instituciones funcionan. No funcionan, tal vez empeoran. Otras instancias podrán funcionar, como las radios o la TV con su amplia cobertura catastrófica.
Porque ahora, después de este sábado y de otros días parecidos en la historia nacional, nada es cierto, todo parece ser relativo. Y en este orden de cosas, emerge casi como la salvación la imagen divinizada de las FFAA, cuya presencia armamentista podrá en última instancia, controlar lo incontrolable, generar un orden a como de lugar o contener la furia del ciudadano anónimo, los olvidados, los perdedores.
Volvemos de esta manera a lo de siempre, al chiste repetido que revela quienes son los verdaderos dueños de la pelota en Chile. Porque ahora no se trata del comunismo o de defender la democracia, se trata de una nueva versión, impresentable, del “no-ciudadano”, los apátridas apoderados de las calles, individuos vulnerables, desequilibrados psíquicos que siguen a la masa amorfa, fronterizos que no lograron “reconvertirse” bajo el alero de políticas públicas que los olvidaron.
El mismo que asalta, incendia o huye con cualquier cosa, so pretexto de evitar el temido “desabastecimiento”, un concepto ahora añejo cuando lo que se lleva la turba no solo son alimentos de primera necesidad, sino toda clase de bienes fuera de toda lógica sensata.
El fenómeno al cual asistimos, no nuevo por cierto, del pillaje, del ladrón de poca monta, del oportunista, nos lleva a pensar sobre la “ciudadanía” que este terremoto ha dejado al descubierto. La no-sociedad, LA FRACTURA que hace posible la aparición y reproducción de estos hechos que forman parte de la más oscura idiosincrasia chilensis.
Se trata, claro está, de apátridas, desintegrados, excluidos en el más puro sentido de la palabra, cuyos canales de ingreso a una sociedad de consumo pasan angustiosamente por la tenencia “a como de lugar” de la lavadora o el TV de pantalla plasma, que convierten en objetos de culto, desplazando con creces los mecanismos tradicionales de inclusión. Criterios de prestigio como lo fueron antaño, la honradez, la probidad o el altruismo como guía del servicio publico o simple solidaridad por deber cívico.
Atrás quedaron los anhelos de abuelos o padres que estaban orgullosos de haber educado a sus hijos “con esfuerzo” o de ser “pobres pero honrados”. En ellos, los vándalos, se reproduce el ansia por llevarse lo que sea, un algo que cosificado, les permitirá aparecer triunfantes en los canales donde esta ciudadanía transgresora se muestra y escenifica.
El logro está en ser, al menos, el anónimo pillo por un día. En convertirse en transgresores imitativos, con escasa o nula organización y con un alto uso de la violencia barrial.
No nos asombre, tampoco nos impacte demasiado el ladronzuelo hecho al fragor de la oportunidad que para ellos “pintan calva”. O la turba descontrolada que asola municipios como el de Hualpen en la gran Concepción. Ellos, los mismos vecinos tal vez, nunca se sintieron o sentirán parte de la institucionalidad que representan estos organismos públicos.
Nada será hoy más importante en esta locura temporal por “ser alguien” a través de ese “algo”, cualquier cosa, que se encuentra en la vitrina antes del terremoto lejana, antes del terremoto, inaccesible.
Para muchos de ellos, la turba ingobernable, será su único reducto de protección hasta que se agote el último objeto, se destruya o quemen los emblemas de poder al cual nunca van a poder optar.
Pasadas las semanas, es muy probable que la turba se desintegre y vuelvan, sus miembros, a una vida sin sentido, al anonimato, al estar por estar sin oportunidades ni horizontes, perdidos como lo han estado siempre en una sociedad mercantilizada, que hoy tiembla en sus cimientos frente a su único y gran enemigo, la siempre desafiante naturaleza.
No me asombra. El robo televisado, el pillaje, el ingobierno. El terremoto ha desprovisto a Chile de su débil cáscara exitista y nos ha dejado tal cual Dios nos echo al mundo, casi de la misma forma como nos encontró este fatídico 27 de Febrero a las 03.37 de la madrugada.
No me asombra, tampoco me impacta demasiado el hecho, por todos conocido de que Chile, convertido ya en discurso y mitología, está lejos de ser una sociedad desarrollada y menos aún “solidaria”. Más bien, en la desgracia, sabemos que primero han de aflorar todos aquellos atributos sombríos, no asumidos, pero tan ampliamente conocidos en el exterior.
No por nada, un célebre aviso encontrado en un país nórdico versa sobre este rasgo idiosincrásico: “Si ve a un chileno robando, déjelo, es parte de su cultura”. Por cierto, exageraban.
El movimiento telúrico nos ha dejado en pelotas. Porque no solo descubrió el contenido de las casas derruidas, que antes estuvieran protegidas por altos muros o lo que tenemos o tuvimos a nivel material y que hoy se ha llevado ese mar que tranquilo “alguna vez nos bañó”.
Nos despojó también de la falsa creencia de que en momentos de emergencia las instituciones funcionan. No funcionan, tal vez empeoran. Otras instancias podrán funcionar, como las radios o la TV con su amplia cobertura catastrófica.
Porque ahora, después de este sábado y de otros días parecidos en la historia nacional, nada es cierto, todo parece ser relativo. Y en este orden de cosas, emerge casi como la salvación la imagen divinizada de las FFAA, cuya presencia armamentista podrá en última instancia, controlar lo incontrolable, generar un orden a como de lugar o contener la furia del ciudadano anónimo, los olvidados, los perdedores.
Volvemos de esta manera a lo de siempre, al chiste repetido que revela quienes son los verdaderos dueños de la pelota en Chile. Porque ahora no se trata del comunismo o de defender la democracia, se trata de una nueva versión, impresentable, del “no-ciudadano”, los apátridas apoderados de las calles, individuos vulnerables, desequilibrados psíquicos que siguen a la masa amorfa, fronterizos que no lograron “reconvertirse” bajo el alero de políticas públicas que los olvidaron.
El mismo que asalta, incendia o huye con cualquier cosa, so pretexto de evitar el temido “desabastecimiento”, un concepto ahora añejo cuando lo que se lleva la turba no solo son alimentos de primera necesidad, sino toda clase de bienes fuera de toda lógica sensata.
El fenómeno al cual asistimos, no nuevo por cierto, del pillaje, del ladrón de poca monta, del oportunista, nos lleva a pensar sobre la “ciudadanía” que este terremoto ha dejado al descubierto. La no-sociedad, LA FRACTURA que hace posible la aparición y reproducción de estos hechos que forman parte de la más oscura idiosincrasia chilensis.
Se trata, claro está, de apátridas, desintegrados, excluidos en el más puro sentido de la palabra, cuyos canales de ingreso a una sociedad de consumo pasan angustiosamente por la tenencia “a como de lugar” de la lavadora o el TV de pantalla plasma, que convierten en objetos de culto, desplazando con creces los mecanismos tradicionales de inclusión. Criterios de prestigio como lo fueron antaño, la honradez, la probidad o el altruismo como guía del servicio publico o simple solidaridad por deber cívico.
Atrás quedaron los anhelos de abuelos o padres que estaban orgullosos de haber educado a sus hijos “con esfuerzo” o de ser “pobres pero honrados”. En ellos, los vándalos, se reproduce el ansia por llevarse lo que sea, un algo que cosificado, les permitirá aparecer triunfantes en los canales donde esta ciudadanía transgresora se muestra y escenifica.
El logro está en ser, al menos, el anónimo pillo por un día. En convertirse en transgresores imitativos, con escasa o nula organización y con un alto uso de la violencia barrial.
No nos asombre, tampoco nos impacte demasiado el ladronzuelo hecho al fragor de la oportunidad que para ellos “pintan calva”. O la turba descontrolada que asola municipios como el de Hualpen en la gran Concepción. Ellos, los mismos vecinos tal vez, nunca se sintieron o sentirán parte de la institucionalidad que representan estos organismos públicos.
Nada será hoy más importante en esta locura temporal por “ser alguien” a través de ese “algo”, cualquier cosa, que se encuentra en la vitrina antes del terremoto lejana, antes del terremoto, inaccesible.
Para muchos de ellos, la turba ingobernable, será su único reducto de protección hasta que se agote el último objeto, se destruya o quemen los emblemas de poder al cual nunca van a poder optar.
Pasadas las semanas, es muy probable que la turba se desintegre y vuelvan, sus miembros, a una vida sin sentido, al anonimato, al estar por estar sin oportunidades ni horizontes, perdidos como lo han estado siempre en una sociedad mercantilizada, que hoy tiembla en sus cimientos frente a su único y gran enemigo, la siempre desafiante naturaleza.
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