viernes, 20 de agosto de 2010

HOMBRES BAJO TIERRA II

Por Karina Olivares



La demostrada incapacidad humana y técnica para rescatar los cuerpos de los mineros accidentados en el Norte, reaviva la idea de que definitivamente, estamos asistiendo a la que se ha denominado “la segunda gran tragedia del Bicentenario”.

Un año difícil desde todo punto de vista. Año en que Chile debiese celebrar sus 200 años de vida independiente, pero donde todos los esfuerzos se han concentrado en cómo se reconstruye un país devastado por el terremoto y cómo se rescata desde el fondo de una mina colapsada a 33 compatriotas.

El drama nos toca en el fondo porque los mineros no solo representan un oficio que ha sido el sustento económico de generaciones en el Norte, sino que además, son una clase de hombre muy respetada y querida por las duras condiciones laborales que debe afrontar, y de las cuales salía casi siempre adelante, abrigado por su fe inquebrantable a la Virgen de la Candelaria o San Lorenzo patrono.

Religiosidad que por cierto, parece hoy sustituir las exigencias de seguridad que deben estar presentes en toda faena minera porque son derechos laborales especiales, mismos por los que tanto lucharon antaño estos hombres o sus abuelos, cuando se sabía muy bien que algo más aparte de Dios, podía protegerlos de los embates de la naturaleza o de un patrón ambicioso.

La de febrero y ésta, son dos tragedias que han tocado a los más pobres de nuestro país. Como es sabido: a los que vivían en el Centro y Sur en sus casas de adobe, en pueblitos perdidos por los que nunca había pasado la mano del desarrollo. Los que trabajaban de manera sencilla gracias a la pesca artesanal o del turismo en época estival. O estos mineros, que conociendo su destino se internan en un socavón fracturado que puede ceder en cualquier momento, dejándolos atrapados sin escapatoria.

Ambas emergencias han tenido su origen en la Tierra, se asocian al fenómeno natural, a la intervención del hombre, a circunstancias fuera de nuestro control quizás, pero cuyas causas terminan recayendo al final del día en un mismo vértice común: el problema social por la pobreza que dejan al descubierto.

Una pobreza que se ve claramente reflejada en el abandono y la negligencia al no supervisar faenas peligrosas porque esa gente era considerada de tercera o cuarta categoría, “trabajadores desechables” como se ha dicho. Vidas cegadas por el silencio de los responsables que reabrieron una mina clausurada, sabiendo que la necesidad de esos hombres iba a facilitar el que no cuestionaran las condiciones que se les estaban presentando.

La mesa está irremediablemente servida para la ocurrencia de este tipo de tragedias, en un Chile Bicentenario que otorga facilidades al empresariado para que subcontrate personas como objetos prescindibles, con la comparecencia de otros factores “ayudadores” como son la escasa o nula capacidad de supervisión del Estado.

En fin, no será este un año para celebraciones. A lo sumo será una oportunidad para generar una reflexión profunda de cómo han sido llevadas las cosas hasta ahora en materia social y laboral. Con qué cuidado se han implementado y focalizado los programas tendientes a superar la extrema pobreza. En qué medida se han dado a los más pobres oportunidades laborales concretas para que no sigan replicando los mismos trabajos precarios de siempre, o se sigan construyendo asentamientos humanos inseguros, que mañana serán barridos por un alud, un derrumbe o una ola, llevándose todo lo que tardó “una vida” en ser construido. Y de esos ejemplos hay tal vez demasiados en nuestra historia y loca geografía.

En suma esta es la tragedia de la precariedad, de las personas que perdieron su vida pero que antes perdieron su derecho a exigir mejores condiciones laborales, por desuso de un derecho humano, en un sistema que no los considera y que obstruye la participación social por considerarla peligrosa.

Pero Chile no solo es esta cifra que se eleva a un 15% de la población en extrema pobreza, también vive aquí la otra parte del país que no verá el dolor de la pobreza porque no la conoce, porque está ocupado en generar las riquezas con toda la ley e instancias públicas o privadas a su disposición.

Un Chile compuesto por los ingresos más altos, que verá en ésta, solo una más de las tragedias naturales que se generan producto del infortunio que azota siempre a “los más desfavorecidos”. Los que no lograron integrarse porque son “flojos”, porque no buscan oportunidades, porque viven en zonas conflictivas vinculadas a la delincuencia o al tráfico de drogas, o simplemente porque les suceden una tras otra este tipo de desgracias.

Es de esperar que la lección de esta tragedia pueda ser entendida por quienes están definiendo hoy las políticas públicas a nivel macro. El impacto de una decisión en los niveles superiores, sabemos, recae a corto plazo en las personas, sus familias, en el trabajo al cual pueden optar los jefes de hogar, en las oportunidades de educarse y en otras áreas tan sensibles como esa.

Seguiremos siendo espectadores de casos tan lamentables como el de la Mina San José, si los que están a cargo de tomar las decisiones no las asumen con la responsabilidad política, económica y social que se requiere y solo ven en ello su beneficio económico.

martes, 10 de agosto de 2010

HOMBRES BAJO TIERRA

Por Karina Olivares


Me conmueve profundamente lo que sucede con los mineros en el norte de nuestro país. No solo porque hoy no se sepa qué sucederá con los 33 hombres que se encuentran sepultados a no se sabe qué distancia bajo tierra. Porque han de saber que cuando en los medios se dice “señores, se encuentran a 300 metros e incluso en un refugio a salvo” esta es solo la versión oficial. En realidad, eso podría ser el doble o el triple. No es misterio que los medios mienten y “omiten” so pretexto de no alarmar a la población.

Me conmueve porque ellos, los mineros, son ya una especie en extinción. Ellos van a la mina. Van y vuelven en una especie de noviazgo que puede terminar en tragedia un día. Quinientas veces vuelven con la certeza que esta podría ser la última cita. Ellos saben que la mina los puede sepultar vivos, como a estos 33 hombres que notaban hace rato el crujido y el goteo de las paredes subterráneas en su eterna enamorada.

Ellos, al fragor de este oficio saben, entre muchas otras cosas, cuando la mina simplemente ya no dará más de intrusiva excavación. Cuando se acercará el día en que el turno final les toque a ellos o alguno de sus amigos entrañables. Cuando uno de ellos sea llamado sin retorno a las profundidades, a rendir cuentas por la única ilusión que han tenido en sus vidas, el ser dueños de esta esquiva diosa mineral.

Los mineros saben que cada gramo vale, que la mina cobra su peso en oro, el mismo que extraen a destajo, subcontratados por la empresa multinacional a la cual poco y nada le importa quiénes son estos hombres que suben y bajan hacia su destino. En ellos la necesidad siempre puede más, la pobreza, las generaciones tras generaciones haciendo lo mismo.

Porque más vale morir como buen minero que ser un desclasado, uno más de los tantos que afuera no tienen para dar de comer a sus hijos y terminan como muchos antaño honrados, metiéndose al juego del tráfico, que en el norte y las zonas fronterizas es grito y plata, como lo fue antes el oficio de la minería.

Ahora, con el paso de las horas, solo cabe esperar mientras unos pocos deciden cómo comunicar estratégicamente lo que nadie quiere escuchar, la mala noticia de que “Dios” se ha llevado a estos mineros, eufemismo infame que encubre la verdadera mala noticia nacional: el atropello sistemático a los derechos especiales que le asisten a este tipo de trabajador extremo, el que labora a kilómetros bajo tierra, el que hace faenas extractivas en el mar o el que simplemente expone su vida porque “no le queda otra”.

En esta historia no solo la vida de los mineros ha quedado en suspenso, sino toda la pantalla de versiones que giran entorno a esta tragedia. Suspicazmente, pueda ser que el famoso ducto de ventilación por donde se supone podrían haberlos rescatado en primera instancia nunca haya existido. Tampoco el famoso refugio tiene porqué haber estado o la distancia a la que nos dicen se encuentran realmente los mineros.

¿Cómo saberlo? Me otorgo el derecho a la duda considerando que la misma Iglesia -muy emparentada con las cúpulas de poder económico- denuncia que las condiciones laborales y estructurales de la mina San José eran “muy similares” a las de principios del siglo pasado. Y la cara les queda donde mismo.

Mientras unos piensan cómo comunicar el asunto para que no parezca ésta una sociedad en la que se vulneran a diario los derechos laborales, tal como se hacía hace 100 años, las transnacionales de la megaminería siguen especulando con las divisas y las vidas humanas. Ellas, las grandes, las responsables de esta tragedia van a seguir buscando oro, plata, cobre e incluso uranio un poco más allá cuando todo esto deje de ser noticia.

Ellas, las que supuestamente le hacen el “sueldo” a Chile –léase el sueldo al quintil más rico de este país- provocan la desaparición de montañas y la fisura del suelo en kilómetros de distancia bajo tierra. Las grandes intocables son las mismas que en sus faenas utilizan 9 toneladas de explosivos diarios y generan otros 18 de desechos tóxicos para fabricar un hermoso anillo de oro que va a engalanar a la señora del gerente. Mismos desechos que llegan a las personas a través del agua contaminada, misma que va a tomar el hijo del minero pobre que arriesgó su vida ayer.

En fin, la muerte o el rescate de estos 33 hombres bajo tierra es sin duda, el último eslabón de una depredación sin límites, la resultante de oscuros intereses económicos que desconocemos en su real dimensión, pero que ahora cobran estas vidas como lo hicieron también antes en los otros episodios de nuestra historia de desastres nacionales.

De estos impasses, está hecho el crecimiento, el desarrollo, nuestra patria que es paraíso de inversionistas. Para que lo vayamos sabiendo, éstas son las cifras oscuras con las que se hace el sueldo de Chile. Sepa entonces “Dios” -nuestro refugio ante la adversidad- retribuir el esfuerzo de estos hombres anónimos, para seguir construyendo las mismas desigualdades de siempre.