
La demostrada incapacidad humana y técnica para rescatar los cuerpos de los mineros accidentados en el Norte, reaviva la idea de que definitivamente, estamos asistiendo a la que se ha denominado “la segunda gran tragedia del Bicentenario”.
Un año difícil desde todo punto de vista. Año en que Chile debiese celebrar sus 200 años de vida independiente, pero donde todos los esfuerzos se han concentrado en cómo se reconstruye un país devastado por el terremoto y cómo se rescata desde el fondo de una mina colapsada a 33 compatriotas.
El drama nos toca en el fondo porque los mineros no solo representan un oficio que ha sido el sustento económico de generaciones en el Norte, sino que además, son una clase de hombre muy respetada y querida por las duras condiciones laborales que debe afrontar, y de las cuales salía casi siempre adelante, abrigado por su fe inquebrantable a la Virgen de la Candelaria o San Lorenzo patrono.
Religiosidad que por cierto, parece hoy sustituir las exigencias de seguridad que deben estar presentes en toda faena minera porque son derechos laborales especiales, mismos por los que tanto lucharon antaño estos hombres o sus abuelos, cuando se sabía muy bien que algo más aparte de Dios, podía protegerlos de los embates de la naturaleza o de un patrón ambicioso.
La de febrero y ésta, son dos tragedias que han tocado a los más pobres de nuestro país. Como es sabido: a los que vivían en el Centro y Sur en sus casas de adobe, en pueblitos perdidos por los que nunca había pasado la mano del desarrollo. Los que trabajaban de manera sencilla gracias a la pesca artesanal o del turismo en época estival. O estos mineros, que conociendo su destino se internan en un socavón fracturado que puede ceder en cualquier momento, dejándolos atrapados sin escapatoria.
Ambas emergencias han tenido su origen en la Tierra, se asocian al fenómeno natural, a la intervención del hombre, a circunstancias fuera de nuestro control quizás, pero cuyas causas terminan recayendo al final del día en un mismo vértice común: el problema social por la pobreza que dejan al descubierto.
Una pobreza que se ve claramente reflejada en el abandono y la negligencia al no supervisar faenas peligrosas porque esa gente era considerada de tercera o cuarta categoría, “trabajadores desechables” como se ha dicho. Vidas cegadas por el silencio de los responsables que reabrieron una mina clausurada, sabiendo que la necesidad de esos hombres iba a facilitar el que no cuestionaran las condiciones que se les estaban presentando.
La mesa está irremediablemente servida para la ocurrencia de este tipo de tragedias, en un Chile Bicentenario que otorga facilidades al empresariado para que subcontrate personas como objetos prescindibles, con la comparecencia de otros factores “ayudadores” como son la escasa o nula capacidad de supervisión del Estado.
En fin, no será este un año para celebraciones. A lo sumo será una oportunidad para generar una reflexión profunda de cómo han sido llevadas las cosas hasta ahora en materia social y laboral. Con qué cuidado se han implementado y focalizado los programas tendientes a superar la extrema pobreza. En qué medida se han dado a los más pobres oportunidades laborales concretas para que no sigan replicando los mismos trabajos precarios de siempre, o se sigan construyendo asentamientos humanos inseguros, que mañana serán barridos por un alud, un derrumbe o una ola, llevándose todo lo que tardó “una vida” en ser construido. Y de esos ejemplos hay tal vez demasiados en nuestra historia y loca geografía.
En suma esta es la tragedia de la precariedad, de las personas que perdieron su vida pero que antes perdieron su derecho a exigir mejores condiciones laborales, por desuso de un derecho humano, en un sistema que no los considera y que obstruye la participación social por considerarla peligrosa.
Pero Chile no solo es esta cifra que se eleva a un 15% de la población en extrema pobreza, también vive aquí la otra parte del país que no verá el dolor de la pobreza porque no la conoce, porque está ocupado en generar las riquezas con toda la ley e instancias públicas o privadas a su disposición.
Un Chile compuesto por los ingresos más altos, que verá en ésta, solo una más de las tragedias naturales que se generan producto del infortunio que azota siempre a “los más desfavorecidos”. Los que no lograron integrarse porque son “flojos”, porque no buscan oportunidades, porque viven en zonas conflictivas vinculadas a la delincuencia o al tráfico de drogas, o simplemente porque les suceden una tras otra este tipo de desgracias.
Es de esperar que la lección de esta tragedia pueda ser entendida por quienes están definiendo hoy las políticas públicas a nivel macro. El impacto de una decisión en los niveles superiores, sabemos, recae a corto plazo en las personas, sus familias, en el trabajo al cual pueden optar los jefes de hogar, en las oportunidades de educarse y en otras áreas tan sensibles como esa.
Seguiremos siendo espectadores de casos tan lamentables como el de la Mina San José, si los que están a cargo de tomar las decisiones no las asumen con la responsabilidad política, económica y social que se requiere y solo ven en ello su beneficio económico.