miércoles, 4 de noviembre de 2009

LA SANTITA

Por Karina Olivares



Alguna vez, de paso, acampé a orillas del Lago Maihue. Majestuoso espejo de agua perdido en el profundo y espeso sur de Chile.

Llegar al lago era el fin de una ruta que ese verano iniciamos en Valdivia, pasando por Futrono y sus alrededores. Allí tomé contacto como nunca antes con el pueblo mapuche. Allí, camino al sinuoso Maihue, las caras de siempre cambiaron irreversiblemente, movilizando en mí algo de extraña pertenencia que seguramente por sangre no poseo.

Allí quise en lo profundo quedarme para siempre o ser alguna vez admitida a participar de aquellos ritos sagrados que escuchaba a lo lejos en los caseríos cercanos a mi lugar de campamento. Pero solo de lejos escuché aquellas noches, eso que es parte del alma de este pueblo, de música, potente fisonomía y tradiciones.

Cruzamos caminos y los rostros fueron haciéndose cada vez más intensos, las miradas más profundas, la piel y fisonomías más toscas. Subíamos y bajábamos de las carretas y los camiones, que nos llevaron casi siempre hacia lugares más alejados pero poblados de esta presencia absoluta que es el mapuche en su tierra, el dueño y señor de la espesura sureña.

Probablemente algo de mi haya quedado impreso en esas aguas y algo de mis pies en la tierra que dejé cuando me alejé con mi mochila ese verano, lanzando al aire mis versos inventados, que algún lugareño intuyó creyéndolos suyos.

Entonces años después, estando con mis copados tiempos de ciudad, escucho que La Santita se había volcado en las aguas del Maihue. Pequeña y frágil, la embarcación servía a los lugareños de esos mismos poblados que había conocido, para moverse a sus escuelas, internados o lugares de trabajo.

Ese día Domingo y solo provista de la fe de sus ocupantes, La Santita emprendió camino con el doble de su capacidad a cuestas. Ese día su santidad puesta a prueba una y otra vez ya no pudo más, lanzando a las aguas del Maihue a 17 de sus 34 ocupantes.

Las imágenes volvieron nítidas. La belleza indescriptible del lugar, pero también aquella sensación de abandono y desamparo endémico de este pueblo. Nada, con el paso de los años, había cambiado mucho para aquella gente: La pobreza, el olvido, la precariedad de los medios de transporte que para nosotros, entusiastas veraneantes suelen parecer toda una novedad.

Quizás alguna cara, madurada con el tiempo, haya estado a bordo aquel fatídico día del 2005 cuando el barquito naufragó dejando depositadas allí aquellas 17 almas. Todos mapuches, casi todos niños, habitantes de un poblado ribereño del Maihue, llamado Rupumeica, que de no haber sido golpeados por esta tragedia, jamás hubiéramos conocido su nombre o algo de su existencia.

Existencias marcadas por las carencias y el aislamiento, porque a los 17 niños y adultos muertos en el naufragio igual que a los 16 sobrevivientes, no les quedaba otra, en su dura cotidianeidad, que abordar ida y vuelta este lanchón maltrecho y sin supervisión. Casi siempre con mal tiempo, tan solo abrigada por las buenas intenciones de sus usuarios que sin duda no bastan en la compleja y desafiante geografía de fin de mundo.

Hoy cuatro años después de este triste episodio, se sabe que entró en funcionamiento otra nave, la Consuelo 17, equipada con las mínimas condiciones de seguridad y con capacidad para 32 pasajeros sentados. Todo un logro de inversión, jamás hecho posible sin la muerte de estos lugareños.

Y que también aún la autoridad no paga los 500 millones de indemnización a las familias de los fallecidos, ya que el Alcalde de Ranco señala “no tener el dinero”. El mismo que no tenía cuando entregó a este pueblo el fatídico lanchón a comodato y sin ítem para combustible o mantenciones, el cual según él “debían financiar ellos mismos”.

La tragedia del Lago Maihue reveló el aislamiento en que viven miles de chilenos no tan lejos de la hiper intervenida capital de Chile. El invisible pasar de las comunidades que conservan intactas sus tradiciones, golpeadas por la pobreza dura, cuyas soluciones temporales suelen ser la única salida mientras llega este extraño y desconocido término llamado “conectividad”.

La misma cuya falta celebramos en verano cuando abordamos la desvencijada carreta, el lanchón sin salvavidas ni retoques, de visita en pueblitos como Rupumeica, al interior de este intenso y olvidado Chile.

Sugeridos: CD de Alejandro Farfán “Memorial de Maihue"

viernes, 16 de octubre de 2009

VERBOS PARA GENTE OCUPADA: Perdonar

Por Karina Olivares


Nadie quiere dañarnos a propósito.
Muy pocas personas están dedicadas a eso (o casi nadie).
Sin embargo, quien nos hirió alguna vez ocupa gran parte de nuestros pensamientos en éste, nuestro único tiempo, el presente.

Diluidos en repasar, rememorar o intentar vanamente olvidar, la paz interior se quiebra. Y es difícil repararla cuando no se sabe cómo perdonar o a quién se pide la compensación que necesitamos por los daños ocasionados.

Algo interesante pasa en este proceso del perdón: Aunque hayan pasado años el recuerdo es fresco y vívido. O bien también, permanece retenido en el subterráneo oscuro de las emociones indefinidas.

Parece como si aún palpitara en mí el niño herido que fui, aunque ahora bordee los treinta o cuarenta años. Y esto sucede porque para las heridas abiertas el tiempo no pasa, es más “el tiempo” como lo conocemos, simplemente no existe.

Y allí está esa siempre inquietante historia. Detrás del temor, la rabia o el rencor de lo cotidiano, se encuentra esta cáscara imperturbable, dura secuela ubicada en los bajos fondos del corazón.

Aquel que no perdona sangra por la herida. Va por la vida con sus muertos acuestas. Ejercita el sordo diáogo con el pasado, haciendo a-temporal la emoción, aquella que se hace carne cuando alguien osa reabrir la escenografía remodelada de los recuerdos.

Y nadie, por más cerca que esté de nosotros o crea conocernos, sabe cuantos recuerdos ha guardado uno en la vida. Cómo se abre o cómo se pone llave a ese baúl lleno de circunstancias fotográficas que puede ser nuestra mente.

Porque si bien todas las religiones del mundo tocan el tema del perdón, nadie enseña en la práctica a perdonar o al menos a reconocer donde está la herida por donde se escapa algo que puede ser la alegría o la esperanza. Tampoco hay tal materia en la, a veces, paradójica enseñanza cotidiana de la vida en familia.

Al contrario, allí se forjaran infinidad de pequeños rencores que un día van a germinar en no se sabe qué circunstancia, con qué persona o relación interpersonal. Y en este último plano es donde más complejo se hace el panorama si tenemos deudas pendientes con el pasado.

Un repentino arrebato de ira puede costarnos un trabajo. La violencia terminar una amistad o con el Amor. La inseguridad, dejarnos fuera de las oportunidades infinitas que nos reporta un simple día.

Quizás el mayor problema aún radique siempre en nosotros mismos, en cómo se hace para cerrar unilateralmente esta historia, cómo dejar que la mente no siga creando alrededor del dolor toda una identidad que podría acompañarnos durante gran parte de la vida.

Gran tarea. Porque nada valdrá esperar el perdón de ese lejano alguien que nunca vendrá, que quizás se olvidó o nunca supo. O la conversación abierta y sincera que esperamos serene un atormentado corazón. Todo eso podría nunca ocurrir. De hecho, a veces es mejor no buscar ese encuentro, no abrir las puertas. Quedarse en silencio, buscarse a si mismo en paz.

Entonces quizás el silencio nos abra las puertas para que ese buen día llegue. El silencio, la contemplación de los estados interiores y en especial, el buen uso del tiempo: Porque no sirve aquella sentencia popular que versa “el tiempo lo cura todo”. Sino que más bien se trata “de lo que nosotros hacemos con ese tiempo”.

Te invito a que simplemente te perdones completa y absolutamente por las siguientes cosas que alguna vez pasaron o siguen pasando:

- Cuando tuviste la culpa y no fuiste capaz de pedir perdón.
- Cuando esperaste una palabra que nunca llegó, hasta hoy.
- Cuando la embarraste a pesar de las advertencias.
- Cuando seguiste “pegado” en el pasado y lo revives aún ahora a sabiendas que nada de eso existe (salvo el día de hoy)
- Cuando hiciste exactamente “eso” que tanto renegabas, sin querer.


Perdonar es “dar” “regalar” una palabra, un gesto, una acogida, no solo a otros, sino principalmente a uno mismo. Como tan bien resume Jodorowsky: “Lo que das, te lo das. Lo que no das, te lo quitas”.


domingo, 13 de septiembre de 2009

SOCIO-POÉTICAS I

Por Karina Olivares

Vamos a mirar un día el día
y diremos:
allí están piedra con piedra juntas
nuestras ansias
los anhelos
de la patria
que queremos.

Porque un día andando sus caminos
reparé en lo perdidos que estaban los sueños
perdidos en el limbo subterráneo
de algún político ciego.
Bardo subterráneo,
de hospitales y cementerios
que no es lo que quise un día
cuando dejé mi otro cielo.

El golpe avisa
nada es eterno.

Dejé mi casa en la cima
para venir a este infierno
que es este país sin hermanos
donde todo queda en el verso:
(que voy, que vengo, que lo hago)
y todo al final es incompleto
(el amor, las ganas, el proyecto)

Tras el desgaste de esta teórica-retórica
me encuentro
hilando fino estos misterios
de cómo reencontrar al hombre, al ser humano
detrás de este entuerto.

Porque no me encuentro grata
de visita en este país desierto
donde todo se vende
(incluso el alma)
por un poco de dinero.

Pero ese día, empero,
viene lejos silbando cantos nuevos
con mis manos te lo escribo,
alegremente
en estos versos.

viernes, 11 de septiembre de 2009

VERBOS PARA GENTE OCUPADA: Sanar

Por Karina Olivares


Casi siempre que puedo cuento esta historia acerca de dónde y cómo aprendí por primera vez los temas ligados a la sanación: En ese entonces tenía 16 años y por aquellas cosas de la vida llevaba tiempo viviendo en casa de mi abuela paterna, una mujer muy católica que vivía sola en su casa, un hogar sencillo, pero muy bien mantenido.

Su labor en el barrio era bastante conocida y respetada por quienes tenían acceso de cerca a su trabajo como "componedora de huesos", un oficio muy extendido en el campo y que actualmente podría parecerse en algo a la Quiropraxia de la medicina alternativa. Como sanadora avezada, las personas acudían a su casa desde cualquier lugar de Santiago en busca de la salud perdida a causa de algún desafortunado accidente o aquellas tipicas dolencias crónicas.

Su especialidad eran los huesos fracturados. Recuerdo nítidamente mi impacto al ver como un día llegó hasta su casa un hombre que había sufrido un accidente en bicicleta. El hecho había dejado muy a mal traer su clavícula, uno de los dos huesos situados en la parte superior del pecho.

Los movimientos corporales exactos y muy focalizados que le aplicó mi abuela, permitieron al hombre dejar de sentir aquel dolor agudo por el cual había llegado, logrando marcharse posteriormente con la certeza de haberse recuperado del todo.

A los días volvió muy alegre con el alta médica en sus manos. ¿Cuánto le debo? -le dijo el hombre a mi abuela- ¡Nada! -le respondió- “Esto lo hace él” apuntando a un sencillo altar donde ubicaba sus imágenes de Cristo y la Virgen, además del libro más importante para ella: la Biblia Latinoamericana.

Las experiencias vividas en su casa me marcaron para siempre. El escaso tiempo que duró esta especie de “pasantía” me dio luces años después para adentrarme en temas ligados a la sanación y la espiritualidad vista desde la práctica, en terreno. También para hablar con propiedad acerca de cómo creo se producen los procesos de salud/enfermedad en nuestras vidas y los caminos para lograr mantener una buena salud.

Ciertamente existen muchos caminos para sanar. Por un lado los conocidos como respuesta de la medicina oficial y aquellos que la propia vida personal provee como reserva familiar y cultural, que a mi modo de ver poseen una riqueza invaluable.

Como sanadora inserta en una comunidad determinada, mi abuela era muy respetada y querida. Casi nunca se enfermaba, lo que es un registro importante en aquellos que deben prestar los servicios sanitarios. Utilizando su ejemplo de vida, ocuparé algunos de sus atributos personales para definir cómo se convierte uno en un buen médico de sí mismo:

1. Tener un buen sentido del yo, verdadera autoestima. Esto incluye cuidar el cuerpo como un “templo” donde anida el mundo interior. El cuerpo que tenemos no nos fue dado al azar, se trata de un vehículo para desarrollar todas nuestras potencialidades internas.

2. Darse el tiempo para meditar. Esto es, entrar en sintonía con todo lo que está fraguándose internamente. Para algunos puede ser ORAR en el sentido religioso, como lo hacía mi abuela; entrar en contacto con el Alma personal y vincular el cuerpo con las emociones del día porque allí aparece un correlato muy valioso.

3. Estar dispuestos, preparados para ver oportunidades en las desgracias que pueden representar las enfermedades pasajeras o las dolencias crónicas. Este punto no es tan sencillo, por cuanto esta capacidad se determina en la infancia: si escucho hablar de problemas y enfermedades incurables, mi cerebro copiará esa manera de ver el mundo y será un espejo repetidor de las experiencias que recibí en esa etapa. Pero ánimo porque también se puede des-aprender.

4. Escucharse. Alguien dijo por ahí: “La cabeza no ha escuchado, mientras no escuche el corazón”. Muchas de nuestras dolencias más clásicas son parte de una necesaria conversación que se encuentra pendiente. ¿Cuánto estoy dando sin recibir? ¿Pongo suficientes límites en mi relación con los demás? ¿Me doy tiempo para estar un tiempo a solas?

Busca en tus registros familiares o de amistad alguien a quien consideres una persona sana en cuerpo, mente, espíritu o en las tres juntas. Identifica qué hacen o hicieron esas personas para ser distintas e intenta copiar esos buenos ejemplos.

Hazte parte de ese “estilo de vida” que comparten las personas sanas. Acá te dejo las que creo les son propias:

- Se ríen mucho, también lloran prudentemente.
- Siempre buscan una lección en cada acontecimiento.
- Buscan espacios de soledad y de encuentro consigo mismo, aunque se los pueda ver activamente involucrados en causas sociales o de otra índole, vinculada a la solidaridad.
- Cuidan los excesos de todo tipo.
- Confían en algo o alguien superior a ellos. Esto puede ser Dios para los cristianos o alguna creencia en particular: Aunque parecen estar solos, NUNCA lo están.

Entonces SANAR no es azar, sino causa y efecto de un compromiso que implica asumir un nuevo estilo de vida. Desde aquí deseo que logres sanar de todo aquello que necesite ser sanado, porque la única obligación en la corta vida que tenemos es ser felices “en el siempre presente ahora”.


jueves, 3 de septiembre de 2009

VERBOS PARA GENTE OCUPADA: Soltar

Por Karina Olivares


Acaparar, consumir y desechar son tres acciones alineadas que se autorregulan a sí mismas. Que forman parte de un mismo sistema perfectamente diseñado para que siempre estemos dentro de alguna de ellas. De las tres acciones, tal vez “acaparar” sea la que más esfuerzos nos lleva. A algunos tal vez toda una vida.

Porque el acto de consumir es breve. Lo que dura el placer que lo sustenta. Lo siguiente es el consabido reemplazo, cuyo ejemplo más sobresaliente es la híper tecnologización a la que estamos expuestos cada día: de alguna manera TODO podría quedar obsoleto mañana.

Sin embargo, el instinto acaparador del ser humano parece no quedar obsoleto nunca, se replica y renueva cada vez con más fuerza. Precisamente ahora estamos llenos de cosas, de distintas cosas. También llenos de amigos, de relaciones, de compromisos e invitaciones. Muchas de ellas nunca van a traspasar el límite de lo virtual, pero van a ser cosas que vamos a coleccionar para llenar el vacío.

¿De cuánto estamos hablando: 100, 200, 300 amigos en tu red virtual? Cuantificando el contador de “amigos” tengo al menos 120. De ellos solo 10 o 12 tienen expuesto su teléfono para que los llame si tengo algún problema. De todos los demás sabré a tiempo “qué están pensando” pero no llegaré a saber nunca que rayos están sintiendo.

Con el explosivo avance de las redes sociales, confirmo mi tesis de que nadie quiere involucrarse en una relación, ni retomar genuinamente amistades de infancia, salvo para alimentar este viejo placer que se llama curiosidad.

Presumo que casi siempre detrás de ello sigue estando el temor al vacío o la incapacidad de estar en el presente. Un presente siempre tinturado por la nebulosa del pasado y que muchos adornan con realismo mágico. Lo lindo que fue. Lo que tuve. La nostalgia.

Cuesta mucho soltar y verse realmente en esta vacuidad que nos haría más auténticos y creativos. Siempre hay que estar en algo. Formar parte de... Pertenecer. Que no te vean solo como Toribio el Náufrago.

Se le teme al vacío más que a nada en el mundo. Por eso la tendencia es a adornar y a multiplicar lo positivo de las cosas y las personas que nos rodean, a quererlas, a no dejar que partan de nuestro lado. A generar a veces vínculos en extremo virtuales y muy poco aportadores. Por hacer bulto, por querer parecer algo.

Esto nos lleva sin duda a algo más profundo: los apegos. Y el objeto de los apegos son las cosas y los seres. Los budistas hablan mucho de este concepto como una de las causas del sufrimiento, de hecho lo encasillan dentro de los cinco venenos mentales junto con la ira, la envidia, los celos y la ignorancia.

Ellos dicen que si bien es cierto existe lo hermoso y lo bonito, con el apego se tiende a adornar, a multiplicar las virtudes de eso o de aquella persona a la cual estamos apegados. De alguna manera sentimos que él o ella son perfectos, no logrando ver con claridad la verdadera naturaleza de las cosas y los seres. Y éste es un mal entender, por eso el apego está errado.

Y si algo o alguien esta errado nos hará sufrir, no funciona. Es como el PC, dice error y el computador dejó de funcionar. Más aún en nuestras relaciones personales.

El desafío ahora es soltar. Aprender a andar más livianos, generando relaciones un poco más genuinas en su fondo y no en la superficialidad. Los amigos epidérmicos solo agrandan el dolor de la soledad. Lo cierto es que como decían los abuelos: los verdaderos amigos se cuentan con los dedos de una mano. A ellos hay que cuidarlos y quererlos porque son escasos como los animales en vías de extinción.

Acá te dejo tres preguntas básicas para comenzar el eliminar lo que no queremos en la vida y es un peso:

1. ¿Me gusta?
2. ¿Lo necesito?
3. ¿Me aporta, en este momento presente, cosas positivas?

Puedes aplicar esta formula para trabajar el instinto de acaparar cosas: ropa, objetos, tecnologías. Y también en las relaciones humanas que son un lastre pesado y no te dejan avanzar.

Como versa aquella frase: MENOS ES MÁS. Te deseo un buen desprendimiento y un viajar más liviano.


martes, 25 de agosto de 2009

VERBOS PARA GENTE OCUPADA: Esperar

Por Karina Olivares



Quien tenga frutales en su casa, sabrá comprender muy bien lo que digo. En casa tengo tres: un limonero, un naranjo y un parrón que me regala dulces racimos de uva tipo moscatel, la variedad más extendida en Chile. Tanto ambos cítricos, como el Parrón, tienen distintos tiempos de cosecha. Para nuestra fortuna en las estaciones contrapuestas del año.

Al observar mis árboles compruebo lo inmutable de las leyes de la naturaleza. Aquello es fascinante. De allí puedo extraer no solo las sabrosas cosechas del año, sino múltiples lecciones aplicables a la vida, leyes que probablemente la gente de campo conoce y por eso objetivamente tienen una mejor ‘calidad de vida’.

En medio del estresante inmediatismo de la ciudad, me detuve un día a mirar cómo todo en mi jardín iba marchando en perfecto orden. Esa breve porción de tierra donde resurge una y otra vez la vida, y que para algunos no es más que un decorado, me ha dado claves para ayudar a uno que otro amigo en problemas.

Esperar no es vano afán, ni acción pasiva carente de sentido. Quien sabe esperar comprende que bajo la cáscara aparente del silencio, se esconde un movimiento siempre ascendente, que hace cumplir leyes sagradas que nos hablan del orden natural de las cosas y los acontecimientos.

Ahora mi naranjo, por ejemplo, está en etapa intermedia entre el fruto maduro y la nada que luego será la flor. La caída o extracción obligada de las últimas naranjas, darán paso a las flores de primavera. Hoy es un árbol más entre tantos que lo rodean. Nada acusa lo que viene, ni tampoco creo, le interesa saber. Silencioso descansa en medio de la frondosa arboleda.

Como en este caso, la acción de dar implica necesariamente el repliegue. Quien da, genera frutos o se entrega en cualquier causa, necesariamente será instado por su propia naturaleza a guardar espacio para re-crearse.

No es posible crear sin experimentar el silencio que es a su vez, la causa del fruto y la cosecha. Ir en contra de esta ley es no comprender. Ignorancia en el sentido budista del término.

No darse el tiempo necesario y estar siempre receptivo a la acción es la causa de muchos de nuestros sufrimientos actuales, la vivencia de malestares y el estrés patológico que experimentamos al interior de las grandes ciudades.

Nos transformamos en obsesivos de la actividad, impacientes patológicos de lo que hay que hacer. Y eso nos aleja del centro que algunos llaman Alma. Nos hace perdernos en este juego que se llama vivir.

Los impacientes perdemos pronto la sonrisa. La creatividad. El entusiasmo (del latín In Teus: en Dios o estar en Dios) Y en ese afán que no termina, todo comienza a ser pre-decible: Trabajos predecibles. Destinos predecibles. Incluso, enfermedades predecibles.

Entonces retomo nuevamente la meditación sobre mis árboles. Me pregunto cuantos años llevan allí, albergando una y otra vez la vida. Reproduciendo el mismo fruto para lo cual fueron creados. Siendo parte de una armonía de la cual podríamos aprender un poco.

Como las uvas de mi patio trasero, por más que intente no tendré entre mis manos estos frutos de verano en pleno invierno, salvo pequeños atisbos de lo que será. En muchas ocasiones, tampoco tendremos las respuestas que queremos forzando las situaciones, excepto intuiciones que pueden orientarnos para encontrar un poco más de paz.

Ahora los jardines están silenciosos en la superficie, opacos, fríos. Pero todo bulle con una lucidez y rapidez insospechada por dentro, en las raíces, fluyendo por la savia hacia el exterior. Como esto, el cambio es silencioso, pero no por eso menos activo.

Alguna vez fue presuroso, forzado y las frutas cayeron antes de tiempo. También el fracaso enseña y en la naturaleza tenemos múltiples ejemplos de ello. El fracaso también es una norma que indica cómo vamos avanzando o cuánto falta para llegar a la meta.

La espera es el silencio que debemos atravesar para llegar a tocar la primavera.

viernes, 14 de agosto de 2009

VERBOS PARA GENTE OCUPADA: Meditar

Por Karina Olivares


Fácilmente me atasco en los oscuros recovecos de la mente. Divago. Regreso. Pensando cómo hacer lo que debo y seguir estando en paz con lo que siento. Gran tarea. Por momentos me encuentro muy ocupada en ciertos asuntos de la mente. Conversaciones van y vienen. Ingreso a la carretera de los pensamientos. Camino. Corro. Hablo. Estoy presente. Pero me alejo.

Percibo una fisura en mi paz. Me quiebro. Y ésta es la facultad del estrés en mí (y tal vez en ti). Me des-estabiliza. Me hace hacer cosas insensatas. Extrañas. Me acelera pulmones y corazón en aquellos momentos en que solo se requiere estar atento. Solo un poco más que siempre.

Pero siempre es un poco más tortuoso. Entonces me pregunto qué quiere el Estrés conmigo. Por qué me abandona solo cuando él quiere. Por qué me pierdo yo y dejo de ser quien soy.

Con estas preguntas inauguro hoy una serie de artículos, en los cuales voy a repasar ciertos verbos que me interesa mucho empiecen amablemente a conjugar. Especialmente ustedes (sí, tú!) que casi siempre están muy “ocupados” en otros asuntos. Comenzando con el verbo MEDITAR.




Ciertas palabras tienen un poder insospechado. También llevan impresas algo de temor. Este verbo en especial me generaba temor porque desde siempre se le ha rodeado de un halo de misterio, un esoterismo mal entendido.

Vinculado a ciertas religiones orientales que no tocan en nada a nuestro siempre presente catolicismo, meditar nunca estuvo en mis libros de infancia, núnca nadie me enseñó. -De haber sido así, me hubiese ahorrado cientos de experiencias malogradas e inservibles. Chatarra espacial que se acumula en los años mozos-

A la meditación se llega casi siempre algo agotado, por esta facultad extenuante que posee el estrés mal conducido, acumulado por años. Le pides a alguien que te enseñe o comienzas a buscar afanosamente cual iluminado busca su verdad.

Comienzas a practicar. Lo primero que acontece entonces es la frustración. Alguien te dijo que había que dejar de pensar. Sentarse en un lugar silencioso, en esa típica postura inmóvil y “acallar la mente”.

Recuerdo haber sentido mucha frustración al principio de mis prácticas. Sentencié amargamente: “¡esto no es para mí!”. La cabeza sigue hablando. Es más, mientras más intento el silencio, hay algo en el entorno que parece confabular. Más ruido percibo. Más voces aparecen. Mis responsabilidades. Las conversaciones del día. Aquellos enemigos virtuales llamados “pendientes”. El mundo real. Y todo se va por la borda.

Ante mi insistencia -porque para meditar hay que ser perseverante- un día solo comencé a observar lo que ocurría. No me opuse. No me ofusqué. Solo me observé sin imprimirle alguna emoción determinada al momento. Eliminé la lucha interna por ganar. Lo dejé ir y volver cuantas veces fuera necesario. Me ayudé con la respiración. En cada repaso me fueron interesando y asombrando más los acontecimientos.

Entendí que solo había que dejar pasar la neblina de los pensamientos y las percepciones. Entonces todo se hizo más claro, menos confuso. Me alegré por este logro. Estaba comprendiendo qué era la Meditación.

No es solo una actitud externa, la suma de ciertas posturas o fórmulas predeterminadas. Meditar es una vivencia interior. Puedes meditar mientras caminas, hablas o corres. Solo si eres conciente de que estás caminando, hablando o corriendo. Y eso, para la gente ocupada suele ser muy, muy difícil.

La clave está en mantenerse atento e inalterable pese al afán siempre exigente del día. Frente a la vorágine del día, saber qué estas haciendo, sintiendo. Qué esta sucediendo allí adentro. Disipar la neblina de los pensamientos y echar un vistazo a lo que sucede. Nada más. Y eso puede ser fascinante porque abre un windows, como dice mi amigo Mario Dussuel.

Ahora bien, también puedes comenzar probando las formulas más clásicas sobre meditación. Acá una técnica básica que utiliza el Dr. Deepak Chopra:

- Concentrarse en una cosa sin forzarse, de manera que sea más difícil que otros pensamientos entren a la mente. A mí me gusta empezar con una meditación de respiración.
- Para iniciar la meditación, encuentra una posición cómoda. Siéntate en una silla cómoda, con los pies bien apoyados en el piso. Coloca las manos con las palmas hacia arriba. Cierra los ojos y presta atención a tu respiración.
- Observa cómo entra y sale el aire sin intentar controlarlo de ninguna forma. Tal vez notes que tu respiración se vuelve espontáneamente más rápida o más lenta, profunda o superficial, o que incluso se detiene por un momento.
- Observa los cambios sin resistencia y sin anticiparte. Cuando tu atención se desvíe hacia un sonido del entorno, una sensación en tu cuerpo o un pensamiento de tu mente, haz volver tu conciencia, sin forzarla, a tu respiración.

Intenta caminar solo haciéndote conciente que estas caminando. Medita solo este acto cotidiano tan vulgar. Escucha cómo hablas y lo que dices. Puedes también sentarte en un lugar donde bulla efervescente la ciudad: observa qué sucede sin juzgar.

Lo que sea que hagas para empezar será beneficioso. Te deseo perseverancia. Puede ser que algo cambie positivamente en ti. Y eso me haría muy feliz. También al mundo que te rodea.

lunes, 13 de julio de 2009

A Victor

Por Karina Olivares

Tendrán que callar al río,
tendrán que secar al mar, que inspiran y dan al hombre,
motivos para cantar (M. Sosa)


Cuanto tiempo ha pasado. Cuanto ha de pasar aún. Los casi 40 años que separan esta vida que fue y el hoy, parecen no avanzar. Algo se ha quedado en suspenso, algo que parece ser ese incierto país que pudo haber sido y no fue. Que hoy carga con los restrojos de una cena mal habida entre el abrupto quiebre del pasado y este presente a la buena de Dios y sin variantes.

Parece que Chile, honda herida abierta, hospital público, no quiere o no puede avanzar sin antes saber el final de esta historia, como tantas otras hace décadas atrás.

Esta nota es a Víctor Jara, un motivo para no cerrar la herida que es la de todos los demás. Al artista, cantautor, actor, hijo pródigo del campesinado; que tuvo en su destino nacional, la carga de haber sido un rostro público al momento de su detención. De haber sido reconocido por aquellas mentes desquiciadas, entre tantos anónimos chilenos recluidos en el ex Estadio Chile. Aquella suerte o infortunio que algunos llaman destino. Misión-cruz que ciertamente nunca quiso llevar en sus espaldas de sencillo cantor.

Sencillo, porque al artista solo le basta su guitarra, el ambiente festivo del pueblo y una copa de vino. Ante la simpleza de lo extraordinario, lo demás es decorado, irrelevante. Pero Víctor tuvo que ir más allá. Romper sus propias reglas básicas y transformarse en un ícono, en la imagen representativa de lo inverosímil que resulta la violencia aplicada a pequeña o gran escala.

Porque aunque lejos esté su muerte, las circunstancias que la rodearon o los pactos de silencio que impidieron hacer una justicia a tiempo, el paso de los años solo ha hecho que se cree tras su huella el germen de este otro Chile, un Chile paralelo, opción a las armas que intentaron un día dejarnos sin artistas, cegando el alma colectiva de nuestra cultura popular, encarnada en gente como Víctor Jara.

De él me atrae aquella búsqueda incesante de lo propiamente chileno. Como cuando estando en Santiago, se interna en el campo espeso y profundo, volviendo a su matriz creativa hasta encontrar canciones, melodías y cantores anónimos. Allí rescata el patrimonio cultural que parecía perdido, liderando esa búsqueda hasta dar con los padres del folklore, haciéndose rebautizar por ellos.

Inspirado hondamente por ese mundo y ya de regreso en la capital, Víctor Jara asume la voz del rebelde. Habla con el carácter y sentido de quien todo lo conoce, de quien se ha encontrado a si mismo. No teme a las críticas, ni le complacen los aduladores. Habla con desparpajo de los ricos y sus casas emplazadas en los barrios altos; de generales eliminando chilenos, del obrero y su realidad.

Lo social es en la obra de Víctor Jara, material eminentemente sagrado, donde descubrimos historias y personajes asombrosos que re-visten la cultura popular, generando con ello sintonía con las clases sociales marginadas de aquella época y que finalmente son para este artista el cuerpo y alma de Chile.

Su música, sus letras y un modo de vida acorde, van así configurando una visión carismática del mundo. Del mundo que estaba viendo y que hacen propio sus seguidores. Desde ese momento Víctor deja de ser de él, del núcleo estrecho y cuidado de su familia. Pasa a ser del pueblo, de “lo social”, de sus historias. Se transforma en un ícono viviente con voz y guitarra.

Con él se entiende y traduce lo confuso que era Chile en ese entonces. Su voz repara la cultura de lo propiamente chileno cuando era particularmente necesario repararla. Encontrarla. Reconocerla. Creando con fuerza un ideal alternativo que requería ser conocido.

En sintonía con todo lo anterior, se opone ferozmente a la irrupción de “lo foráneo” como elemento destructor de aquello que él había conocido: el cielo campesino libre y autogestionado. Capaz de despertar la semilla de aquellos que, oprimidos, se encontraban en las ciudades. A ellos los inspira, los moviliza, cumpliendo así el rol sagrado que todo artista debe cumplir.

Con estos antecedentes, Víctor Jara crea en vida su propio mito. Se proyecta más allá de la persona-artista, he ingresa a una categoría superior, liderando una perspectiva social y cultural. Inspirando esta visión idealista centrada en lo social, desde lo profundo del pueblo, la clase, una forma de ser chileno que serviría de puente entre lo que había con él y lo que podría llegar a ser.

Por eso el quiebre de este sueño, gatillado con su absurda muerte como crucifixión de un ideal, va aún más allá de su suerte. Se recrea momento a momento. Se verifica en el hoy a través de su legado armado pieza a pieza por su esposa Joan y con la posterior creación de la Fundación Víctor Jara.

Hoy la justicia hace su parte identificando a los autores de su muerte y aunque llega vergonzosamente atrasada a la fiesta de encontrar la verdad, tampoco ha sido central en el rol de posicionar a Víctor o para entender la genialidad de su figura. Gracias a este impune atraso, al menos su alegría nunca fue paseada en los fríos pasillos de Tribunales, donde reinan los intocables de siempre, el horrendo tramiteo y este matrimonio tan bien habido entre la desidia y el compadrazgo.

Con Víctor se celebra la vida y así también fue entendido. Por eso su pequeña tumba, que albergó por tantos años sus restos, tampoco fue un lugar de culto y procesión, aunque bien merecido hubiera estado. Tan solo un árbol, bandera chilena al viento y una pequeña banca. Eso era lo que había en el Cementerio General para quien, con viveza, supiera encontrar el pequeño y rudimentario nicho, alzado en el sector más “poblacional” del camposanto. Porque así le hubiera gustado a él, según cuenta Joan Jara.

Centrados en el enorme poder inspirador que mantiene Víctor a décadas de su muerte, rememoro aquel póstumo poema escrito a sangre y fuego desde el Ex Estadio Chile. Leerlo me apena y me da esperanzas. Fortalece mi espíritu. ¿Cuántos eran? se preguntaba, probablemente más de cinco mil a ese lado de la ciudad.

Sin embargo, hoy siento que el amor de su gente ha multiplicado por miles más aquella cantidad de personas, no en dolor ni en espanto, no en horror ni muertos, sino en alegría, creatividad y conciencia colectiva. Una estela que solo un verdadero artista puede dejar a su patria, que es su hogar y su familia, en el más puro sentido de la palabra.

Recomendados:
- “El Chile de Víctor Jara” Omar Jurado y Juan Morales, Editorial LOM, 2003.
- “El Derecho de Vivir en Paz” Documental de Carmen Luz Parot, año 1999

martes, 23 de junio de 2009

Hospital Publico

Por Karina Olivares

“…No vuelvas nunca más al hospital.. son tus visitas, las que me hacen mal..
si son amigos, no quiero hablar, de cosas que amo y me hacen odiar”
(Pettinellis)

La alta arboleda me recibe en silencio. Los pasillos atestados de miedo e incertidumbre de otros como yo, se confunden este otoño con la premura del personal que me recibe. Pase caballero, apúrese: ¿Con quien viene?. Su nombre por favor. ¿Qué previsión tiene?. ¿Ninguna? Doctor!! Paciente Ficha Nº 3458.

A partir de ahora he sido rebautizado para ingresar al mundo hospitalario.

Un mundo gobernado por la medicina ortodoxa tradicional. Pulcro, de manos resecas por tanto antibacterial. Con accesos restringidos escritos en cada puerta. De gente vestida con colores de acuerdo a su estatus profesional. En fin, todo un mundo de códigos éticos ajenos a la gente común como yo, que de visita obligada, me ciño sin oponer resistencia.

Paciente Ficha Nº 3458 circulando por los pasillos. Paso los accesos restringidos. Esto es grave, me digo. El camillero conoce de memoria cada bifurcación del camino, cada bache, cada forado del derruido hospital. Ingreso. Me esperan allí mis compañeros de sala, con miradas melancólicas, perdidas, expectantes.

Al soltar de mi cuerpo el último ropaje, me desvisto de lo que alguna vez tuve. Quizás la suerte, la salud, cierta capacidad de opción que se llamaba libertad. Ahora me subo a la cama con la ropa del hospital. Es decir, no ropa, algo parecido a una tela fría con amarras, para dejar más libre el paso a mis oscultadores. ¿Qué tiene este caballero? –“no se sabe”- escucho.

Comienzo a conocer uno a uno a los miembros de esta especie de sociedad secreta. Paramédicos: técnicos de la salud perdida, de escalafón intermedio, con fuerte énfasis gremial, administrativos y tramitadores de la receta. A veces, amigos del pueblo.

Veo en los ojos de ella, el cansancio de una jornada larga con doble turno. Tampoco durmió. Me dice que su mayor satisfacción es esta especie de sintonía afectiva que mantiene con el paciente, que vendría siendo yo, entiendo. Hablamos algo de la vida, del día, del por qué estoy acá. Tras ganarse mi confianza, me asesta el primer golpe medicamentoso, que me deja aun mas perdido.

A mis pies un material escrito en arameo. Me dicen que es mi Ficha Clínica. Jamás llegaré a conocer el contenido y las implicancias de este valioso documento. Vamos anotando. Me miran, anotan. Ahora aparecen ellos. De chaqueta blanca. Uno viejo que ejerce de docente y cinco jóvenes que exudan inexperiencia y ansiedad. Me permito tranquilizar un poco a los jóvenes lanzando una talla que arranca risas nerviosas.

Soy motivo de junta médica. Curiosamente, aunque estoy presente, hablan en tercera persona sobre mí que soy el Paciente Ficha Nº 3458, como si yo no estuviera ahí. Es extraño. Uno de ellos me cuenta que la técnica “invisibilización automática” la aprendieron en el aula de la Escuela de Medicina.

Me abordan conservadoramente. Focalizan su acción al tratamiento sintomático del paciente Ficha Nº 3458 que aún soy yo. Frente a la pericia ortodoxa, termino perdiendo mi historia, mi visión particular de mundo, la manera como tenía de mejorarme. Todo se centra en el síntoma, que para no parecer menos, logro describir con lujo de detalles. Comienzo a tomar conciencia que podría quedar varado aquí y me da miedo.

Con el paso de los días me he vuelto “poco colaborador” con el tratamiento, como dice el personal que me atiende. Ni ellos ni yo estamos preparados para hacer frente a la posibilidad de mi muerte. He hablado de esto con un paramédico. Le comento que como ser humano cualquiera, valoro mi privacidad ante todo. No quisiera ser objeto de estudio ni mucho menos que no se me considerara en las decisiones respecto de mi propia salud.

Ella parece entender y me dice que siente impotencia y angustia por la cercanía de la muerte, cuando se trata de personas jóvenes e incluso viejos porfiados, que insisten en aferrarse a la vida. Que nunca le enseñaron qué decir y como confortar a un familiar que ha perdido un ser querido. Es por eso –me dice con un tono frío- que prefiere no involucrarse con los pacientes. Cambiamos de tema. Tampoco me encariño fácilmente.

A la mañana siguiente un par de médicos intentan convencerme de un tratamiento que quieren probar conmigo. Porque si resulta -me dicen- podremos aplicarlo en otros pacientes que están en sus mismas condiciones.

Me niego. Me miran con recelo. La obstinación terapéutica de ambos es notable y difícil de evadir. Pero me basta ver a mi compañero, el de la cama del lado, quien fue sometido a otro dudoso tratamiento invasivo. Sedado, entubado, ya no puede expresarse por sí mismo. Mirándolo me pregunto cual es el fin de todos estos procedimientos, cuando se ha perdido el norte, que es la persona del enfermo.

Las breves visitas de los médicos me dejan aún más confundido. Quisiera respuestas a mis preguntas o que al menos, me pregunten qué necesito, aparte de ver si mis parámetros se encuentran estables, o de controlar los molestos síntomas. Lo que agradezco. Pero a estas alturas no represento una prioridad para el sistema de salud. Pasé a ser un número más. Me voy llenando de incertidumbre, me aíslo.

Por cierto, percibo interés en mejorar las cosas por parte de quienes me atienden. Muchos de ellos conocen las causas y también las soluciones, para que todo en el mundo hospitalario ande mejor. Pero el temor puede más. El temor a la crítica, a disentir de las políticas masivas de salud, a parecer distinto. A ser tildado de “poco profesional”. En fin.

La funcionaria que me trae el almuerzo, me dice en voz baja: “Lo que pasa es que la medicina perdió lo mejor que tenía, confianza y cercanía, lo que se llama relación medico-paciente”. La miro con sorpresa y le respondo: “También el interés por la curación de la persona, que es el enfermo y no solo “la enfermedad”. La tecnología está a punto de reemplazarnos, pienso. Cuídese -le digo- mientras se marcha riendo.

Pasan los días. Con la cercanía de la muerte, a la cual nunca he temido, medito entorno a la necesidad de reconciliación con el pasado y como dejar atrás los resentimientos. No me sirven de nada. Tampoco me sirvieron antes. En esta incomodidad de cama hospitalaria, he intentado generar cierto orden en los acontecimientos de mi vida, para comprender con qué debo quedarme. Percibo que tengo poco tiempo para cerrar círculos y eso me pone ansioso e inquieto.

Necesito mucha escucha y consejo de alguien que no vea con tristeza el momento por el cual atravieso. Sin embargo, todo avanza con una rapidez que impide hablar de estos sentimientos. La muerte es un tema que nadie quiere abordar, aunque sea lo único seguro que tenemos en la vida.

Desde mi cama, veo el peregrinar de familiares y la extraña forma de comportarse frente a los enfermos como yo. A algunos habría que dejarlos en su casa, porque contaminan el ambiente con dramatizaciones exageradas. Otros fingen estar bien, acortan la visita o simplemente me ignoran, para ir a preguntar sobre mi estado. Pero el médico es escueto, distante y poco claro. Tampoco quiere adentrarse más allá. Le resulta molesto e incomodo. En su fuero interno sabe que la medicina se ha deshumanizado y él con ella.

Noto que he perdido alegría y un poco la noción del tiempo. El ambiente es frío, tenso e impersonal. Nada rompe aquí el circuito de sufrimientos que parece interminable. Salvo la alegría de marcharse a casa. Otros tienen que esperar el alta. Aquel ansiado valor, parecido a la libertad, de parámetros desconocidos para el común de los mortales.

Insistente pregunto entonces ¿Cuándo me va a dar el alta doctor?.
-¿Ha visto alguna mala cara que se quiere ir?… Tenga paciencia, aún no-
Dormito un poco, frustrado…

De la alta arboleda me despido en silencio esta noche fría de otoño. Los pasillos atestados de gente, me sirven ahora para escabullirme entre la multitud. Veo adultos, viejos y niños a la espera de un consuelo, que el administrativo de turno archivará en la ficha clínica, ante la premura sintomática de los pacientes.

Un alta precoz y mi fuga, en partes iguales, ha sido el remedio autorecetado esta noche. Un medicamento de avanzada, de uso restringido solo para obstinados e impacientes como yo.

Tras estas murallas añosas y derruidas, tomo la salud en mis manos, que aunque frágil y escasa, es lo único que tengo por ahora. En casa me espera mi cama, mi ropa, mi gente. Allí esperaré tranquilo, lo que haya de venir. Siesque viene. Si no me receto antes: La vida.




La autora es Diplomada en Acompañamiento psicoespiritual de Enfermos, Universidad Finis Terrae.
El texto está inspirado en el “Estudio exploratorio de las percepciones y actitudes del personal de la Unidad de intermedio médico quirúrgico respiratorio, frente a los pacientes que enfrentan el final de vida” Instituto Nacional del Tórax, Santiago, 2007

lunes, 8 de junio de 2009

Oficio: malabarista























Por Karina Olivares

Ahora que Chile ha ingresado formalmente a la categoría de “países en recesión”, hemos podido observar como, gran parte de la población más golpeada por la crisis (léase el 90% de los chilenos) ha debido despertar el recurso de la creatividad, apareciendo nuevas estrategias de sobrevivencia o al menos, haciendo más visible lo que ya existía hace muchos años.

Algunas son crueles revelaciones del trabajo infantil, que por cierto siempre ha existido con una enorme cuota de explotación y desamparo. Otras, son experiencias llevadas a cabo por adultos y jóvenes, quienes ven en el despliegue de ciertos talentos artísticos, una manera de ganarle al día siempre exigente de la moneda para vivir.

Porque en momentos de crisis y vulnerabilidad económica, aparte de recurrir a las instancias formales de apoyo, como Municipalidades, ONGs e Iglesias, la tendencia es a asociarse informalmente, crear nuevos emprendimientos y desplegar todos los “talentos” posibles hacia la búsqueda de la satisfacción de las necesidades básicas. Y ejemplos hay muchos y de muy variado tipo.

Estaba meditando en esto cuando una tarde cualquiera, veo como el parabrisas se llena de fuegos danzantes y peligrosamente próximos. Cae la noche y un joven, con un marcado estilo circense, nos ofrece un espectáculo de fuegos, clavas y malabares varios que saltan y vuelan por los aires. Su estilo cuidado no permite errores y al finalizar se gana los respetos de un obligado público que le entrega algunas monedas.

Toda esta operación dura menos de 60 segundos. Son los llamados “artistas callejeros” que desarrollan arte general circense de semáforos, con una gama increíble de objetos que sirven para “malabarear”. Un oficio interesante y lleno de matices que provoca un brusco despertar al automovilista asediado por un tiempo siempre escaso o por el tedio de la rutina.

Sorpresiva entrega artística que al menos, ahuyentó al puntilloso “limpiador de vidrios”, personaje que lucha por ganarse un espacio en la variada gama de emprendedores callejeros ubicados en los semáforos: Vendedores de galletas, dulces, helados, manos libres para celulares, diarios de la tarde, rollos para taxímetros, pan amasado, flores. Sin dejar afuera al clásico indigente cuyo único esfuerzo es solicitar una moneda “Por el amor de Dios”.

Aquí todo elemento sirve para generar atención, sorpresa y hasta despertar la impaciencia ofuscada de aquellos compatriotas agotados de estas improvisadas tomas esquineras, que para algunos demoran más de la cuenta la espera en el semáforo.

El malabarismo reúne principalmente a jóvenes en situación de pobreza y riesgo social entrenados en el Parque Forestal de Santiago o en escuelas formales como El Gran Circo del Mundo, entre otros. Les permite ganarse el sustento y también crear, alrededor de ellos, verdaderas comunidades que comparten un mismo estilo de vida.

Y el oficio es rentable si se trata de sacarle partido a las destrezas personales en un contexto socioeconómico cada vez más adverso. Durante una jornada normal diaria, el ingreso puede ascender a diez mil pesos, si se es talentoso y llamativo. O al menos cinco mil, si el espectáculo es pobre en despliegue de habilidades, pero siempre al final del día existe alguna recompensa que fortalece este trabajo que es también una pasión para quienes lo desempeñan.

Curiosamente, esta actividad hace un paralelo con ese dicho tan popular de “hacer malabares”, usado para referirse a todos aquellos actos que hacemos en las cuales se busca un acomodo más o menos equilibrado en situaciones de base inestables. Por tanto, todos tendríamos algo de este oficio en la sangre cuando “hacemos malabares para llegar a fin de mes” entre otros usos comunes aplicados a las problemáticas derivadas de la economía domestica.

Pero volviendo a esta temática social, en general quienes “hacen semáforos” son jóvenes, pero también se encuentra en estas esquinas a niños entrenados in situ, al fragor de la breve observación de malabaristas mas avezados. Se los puede ver alzando por el aire y con dificultad, pelotas de tenis u otros objetos, entregando un triste espectáculo que reviste a este oficio esquinero de su lado más oscuro y desalentador:

Niño triste
de blanca máscara
rota por la miseria
no te encuentro
salvo en esta calle
que es tu escuela
Invisible niño
¿cuantas monedas vale
esta tarde
tu entrega?

Utilizando el lenguaje malabaristico, encontramos a niños que no superan los 9 años "tirandose” (haciendo su trabajo) en medio de vehículos en movimiento o lanzándose a la calle en cada luz roja para "convertir" el almuerzo, es decir, cambiar su infantil esfuerzo por monedas que serán después su aporte al sustento familiar, del cual probablemente sean el único pilar.

En este plano no existen dobles lecturas, por cuanto se trata de una de las tantas formas de trabajo infantil que vulnera derechos fundamentales de la infancia. Porque el espectáculo más que sorprender, abruma y ensombrece, como los ojos tristes del payaso de circo pobre.

Alguien que puede ser un niño, aparece de improviso, para ser luego un invisible más de la ciudad. Porque en la profunda ignorancia que aún persiste sobre esta temática, ni el niño, ni sus obligados espectadores quizás, se reconocen como sujetos portadores de derechos humanos, haciendo que esta revelación sobre la pobreza dura y vulneración se perciba solo por 50 segundos.

Una sociedad de libre mercado como esta debe aceptar la coexistencia de todas las formas válidas de trabajo, especialmente del segmento joven, históricamente excluidos del acceso a trabajos de buena calidad, en condiciones de ejercicio dignas y seguras. También debe fomentar todas las instancias de protección donde se utilice la recreación como recurso, como es el caso de las escuelas artísticas para niños y jóvenes.

Sin embargo, en un contexto de calle donde todo vale, la economía social de mercado, gestionada por el Gobierno de turno, debe prestar especial atención en las formas de trabajo que vulneran los derechos y obligaciones de los niños: asistir a la escuela, ser atendidos por un adulto o institución responsable que provea su sustento, estar protegidos en su integridad física y mental, tener acceso al juego. En este caso, no con fines remunerativos, sino por el solo hecho “de jugar”

Web recomendada:
http://www.malabarismo.cl/

martes, 19 de mayo de 2009

CARLITOS

Por Karina Olivares


“Esos derrotados son el ícono de algo muy grande.
y los habitantes presentes y futuros deben saberlo,
tal como los judíos conocen su Holocausto” (José Ángel Cuevas, Poeta)



Hubiera preferido no adentrarme en esta historia. Dejarla ahí y no vestir a este personaje con mis palabras. Pero hace tiempo quería hacer esta crónica. Un poco para darle un lugar literario a esta vida de novela que me tocó conocer gracias a mi trabajo y con la que ahora desde lejos reflexiono. Porque finalmente, la única solución que pude darle es ésta: la mirada literaria.

Una mirada que permite revestir cientos de experiencias dramáticas y reencantarlas. Aquellas que por difíciles no tienen cabida en ningún circuito teórico-práctico que permita entenderlas humanamente, aunque los científicos de lo social se esfuercen día a día en crear nuevos paradigmas y conjeturas para el trabajo diario. En ese espacio de la nada donde se ausenta lo humano, aparece una “socio-poética” como la he llamado.

Y esta categoría podría aplicarse para entender a los seres humanos que han optado o han sido llevados a vivir en la calle. Los indigentes, aquellos diurnos invisibles que conviven en este espacio social (callejero, barrial) haciéndonos recordar la falta de entendimiento mutuo, la saturación de este sistema y el olvido casi obligado de algunas vivencias que podrían enriquecer nuestro pasar aquí al interior de las grandes ciudades.

La vida de Carlitos es casi un guión de la más inquietante historia donde se entrecruza el niño herido que fue y lo que es ahora a sus gastados 54 años: Un indigente que aún en su sopor alcohólico de 24 horas, reclama una dignidad a toda prueba. Un botado paria que circula, sin embargo, con la dispuesta y atenta servidumbre de algún vecino bien de su Villa.

A Carlos lo conocí hace años por los constantes reclamos de los vecinos de su barrio. Estaban cansados de su presencia perturbadora. De su vivir inhumano con perros de compañía. Del foco de infecciones que era su casa. Y de su ingesta excesiva de alcohol con la cual tantas veces rozó la muerte sin conseguirlo. Un hombre en completo abandono.

A él había que llevárselo a toda costa. Rehabilitarlo o dejarlo en un hogar. Porque no podía seguir así: “No podemos, como vecinos, verlo morir poco a poco en la puerta de su casa” me decían. Pero lo único que él siempre ha querido es que lo dejen tranquilo.
Y este “dejarlo tranquilo” implica desde fuera abandonar la idea de ayuda, de asistencia tal como la hemos conocido tradicionalmente. Porque todas mis prácticas nunca me sirvieron para ayudarlo a que dejara de ser quien es. (Que extraño suena). Porque pese a mi erróneo empeño sigue ahí imperturbable. Siendo quien quiere ser, en la calle que es su patria-paria. En su hogar-vacío. Donde nadie más puede herirlo.

Allí está siempre Carlitos. Durante el día en medio del tránsito vehicular algún vecino con tiempo escucha un interminable reclamo que siempre está dispuesto a reabrir. Y es interesante sentarse a escucharlo porque en su complejidad de hombre herido, se esconden conexas líneas que me trasladan a este experimento que es Chile ahora, donde algunos quedaron rayando con la epopeya de lo antiguo. En la herida que nunca cerró. En otro cielo o infierno particular. En lo que alguna vez tuvo sentido y que ahora "se ahoga" en el último sorbo de vino en caja.

Salta una pulga de su solapa. Y sigue hablando. Su hedor es perceptible a una cuadra. Pero es un vecino querido. Son muchos años viviendo entre la calle y su casa. Siendo el consentido de sus vecinos que lo reconocen como un sobreviviente. Una estrella de rock en el ocaso de su locura. Un pobre hombre que no quiere ser ayudado. O la prueba palpable de la miseria de un país que no tiene tampoco cómo entenderlo. Ni quiere.

En Carlitos encuentro el resumen de una vida fraccionada en algún momento imperceptible después de su nacimiento, a mediados de la década del 50. Se cuenta que fue adoptado por una familia de clase media, con un cabeza de familia llamado padre que nunca lo quiso y que lo maltrató en grados indecibles para un niño. El culmine fue cuando le dijeron que era adoptado, una revelación hecha así no más, sin anestesia, de golpe. Eso lo derrumbó.

Luego toda su vida fue vertiginosa, sicodélica, tormentosa. Para qué hablar de sus años de juventud perdidos tras el caos social del período de dictadura. Mejor olvidar. Y las drogas que solo fueron un escape a la angustia existencial de no tener una razón de ser. Un no pertenecer a nadie y que nada te pertenezca. Salvo la casa de esta familia que lo adoptó y en la cual con el paso de los años, fue quedando solo en su indefensión de hombre herido.
Solo, porque todos se fueron. Dejando como herencia la casa a la cual se aferra con toda su humanidad. Está ahí al parecer a la espera de que alguien vuelva a pedirle perdón. Pero nadie de su familia viene. Salvo un par de hermanas que le exigen el derecho a vender esta casa que ya nadie querría. Transformada como está, en su putrefacta trinchera.

El pegado long play de Carlitos son sus daños. Un disco rayado que solo él sigue escuchando. Para él quizás, todos somos culpables de haberle dado esta familia que nunca lo cuidó, de no haber reparado a tiempo sus oscuros daños infantiles y querer ahora intervenir en su adultez sobreviviente como pudo. O de su soledad querer rescatarlo. O de sus perros quitarle un calor de clásica amistad quiltro-humano.

Pese a todo, su vida es tremendamente coherente en muchos sentidos. Su pasar en alcohol callejero, su permanencia en aquella ruinosa casa. Todo sobrevive a los intentos por sacarlo que alguna vez tuvimos como sistema sanitario. Porque un verano memorable llevaba varios días botado inconciente en la puerta de su casa, dejándose morir en alcohol.

Aquel día, entre personal de salud, carabineros, sacerdote, vecinos, fuimos sumando casi veinte personas intentando convencerlo para que se fuera al hospital. Que tenía que ponerse bien. Que alguien iba a cuidar su casa, alimentar a sus perros. Pero él en todo se negó, dejando en claro que conocía muy bien sus derechos. Porque a Carlitos queríamos sacarlo, llevarlo engañado de sus afectos-efectos que eran su caja de vino tetra, sus perros y su casa. Recuerdo que hasta cigarros pidió a la muchedumbre para pensar si se iba al hospital. Todo un rockstar.

Esa escena fue una verdadera encrucijada: Carabineros de Chile nos decía que como personal de salud no podíamos dejarlo morir ahí sin asistencia. La misma que insistentemente se negaba a recibir. Las vecinas rogando porque de alguna manera, cualquiera, lo convenciéramos de subir a la ambulancia. Cada personaje tenía allí su motivo vital para llevárselo, menos Carlitos.
Y fueron varias horas a la espera del desenlace. Se nos iba, se moría en la puerta de su casa. Finalmente ante la expectación pública un carabinero fogueado en su oficio y con inusitado manejo de crisis, se sienta a su lado y enciende un cigarrillo junto a él. Tras una breve “negociación”, Carlos autoriza su traslado.

Mirar como la ambulancia se llevaba a este hombre fue sobrecogedor para todos. Hubo allí pena, llanto, y alivio en algunos. En el Hospital lo bañaron y le pusieron ropa limpia. Ese día de visita vi a un normalizado Carlitos, imagen irreal que duró solo un par de días. Una conveniente alta precoz lo dejó nuevamente en la calle, donde se reencontró con sus perros, las monedas para la caja de vino y la conversación improvisada sobre su paso forzado por el hospital.

Un abogado me confirmó que no hay razón jurídica para moverlo. Tampoco ha habido nunca motivos psiquiátricos para internarlo. Ni redes en Hogar de Cristo u otras paradigmáticas del indigente, porque está claro que no quiere moverse ni ser ayudado. No quiere nada. Solo ahogar su daño en alcohol, un cigarro o público que solamente lo escuche.


Por eso ahora lo comprendo y lo dejo ser. Acepto aquello que no puedo cambiar en mi soberbia normalista. Porque dejé de temer que un día me dijeran: se murió Carlitos ¿y qué hiciste tú? Dejé de absorber la culpa de los vecinos pudorosos y espectadores pasivos de su transitar. Dejé de pensar y comencé a sentir. Quizás algún día así lo pueda ayudar. O bien él me ayude a mí. Aún más.



En memoria de Carlos Augusto Soto Rozas (1955 - 2009) quien residió en Poeta Juan Guzmán Cruchaga (ex Paipote) esquina Víctor Domingo Silva y sus alrededores, comuna de Macul, Santiago-Chile

miércoles, 6 de mayo de 2009

Esperanza Andina

















Por Karina Olivares

Era un bastión de lucha post dictadura. Un ícono en la defensa por los derechos humanos. Pero no lo supimos hasta que llegamos a trabajar ahí en 1997. Ese año ingresamos al campamento Esperanza Andina en lo que sería nuestra práctica de trabajo social comunitario. Y nos quedamos dos años. Un tiempo suficiente para conocer por dentro este histórico asentamiento humano que estaba al finalizar Av. Grecia, en los faldeos precordilleranos de Peñalolén, Chile.

Difícil es sintetizar lo que fue este espacio poblacional. Lo que aprendí. Lo que vi. Y lo que años después intento describir. Porque hoy esta historia es parte de un rescate cultural necesario, pero pocas veces valorado por aquellos que se encargan de escribir las historias oficiales.

Esperanza Andina es una historia abierta que empieza a escribirse el Otoño de 1992, cuando 842 familias y 4000 pobladores, organizados en la Coordinadora de Allegados de Peñalolén, se toman un terreno de 14 hectáreas, dando inicio a este proceso de conformación poblacional único en Latinoamérica.

Un movimiento pro vivienda cuyo objetivo fue mostrar la miseria que se escondía (y esconde) en los patios traseros de muchas casas y colocar la situación de los allegados en el debate de un país que aún celebraba el advenimiento de la democracia.

Se trata de miles de personas, familias completas que motivadas por el agobio del allegamiento, situaciones de arrendamientos precarios, hacinamiento y/o problemáticas psicosociales, levantan improvisadas viviendas en sitios baldíos no urbanizados de las grandes ciudades.

Un fenómeno que se inicia fuertemente en Chile con las oleadas de migrantes desde el campo a la ciudad de los años 40 y 50, que termina consolidándose en las décadas posteriores, con la expansión y crecimiento horizontal de las ciudades. Dejando a quienes tienen menos ubicados en las zonas periféricas de las grandes capitales.

A medida que la población aumentó, por efecto lógico, crecieron también las “poblaciones callampas” llamadas así por la tendencia a hacerse más evidentes en épocas de invierno. También son llamados “campamentos” o en su denominación técnica “asentamientos humanos”.

¿Pero por qué luchar por este derecho humano? ¿Por qué Esperanza Andina de Peñalolén se convierte en ícono reivindicativo, logrando reunir a tantos miles de personas?

Es una pregunta interesante, porque la vivienda es por cierto, un derecho humano sinérgico que dado de manera adecuada, refuerza considerablemente la posibilidad del disfrute de otros derechos. Por ejemplo, el carácter adecuado de la vivienda y otras condiciones de vida se halla en estrecha relación con la posibilidad de disfrutar del derecho a la higiene ambiental y a un nivel más alto de salud física y mental.

En este sentido, la OMS ha señalado que la vivienda es el factor ambiental con más influencia sobre las condiciones de enfermedad, mortalidad y morbilidad. Y aquello no es poco, por cuanto se configura como un motivo de peso para plantearse con la fuerza que lo hicieron estos chilenos a inicios de la década del 90.

Pero también el lugar elegido por estas familias no fue al azar: Peñalolén ha sido históricamente una comuna receptora de una gran cantidad de población pobre, etnia mapuche, migrantes campo-ciudad, etc. por tanto posee un sello distintivo que aumenta el malestar social, si este no es conducido positivamente.

En este contexto, las llamadas operaciones “tomas de terreno” desde los años 60 en adelante, fueron mecanismos que permitieron a las familias de extrema pobreza acceder a sitios que posteriormente urbanizaron, pero que mantuvieron su esencia de precariedad material y los rasgos socioeconómicos de su población.

De estas operaciones nacen por ejemplo, poblaciones emblemáticas como La Faena o Lo Hermida. Pero el crecimiento explosivo de esta comuna genera con los años la demanda de suelos precordilleranos por las familias de clase media o alta no residentes, lo cual genera la carencia de terrenos para que la población pobre pueda acceder a viviendas al interior de la misma comuna, donde poseen sus redes sociales.

La agitación social que genera esta situación y la ausencia de soluciones equitativas por parte de las autoridades de vivienda en ese entonces, habría facilitado el estallido de la primera gran toma de terrenos post dictadura, acontecida el 19 de Junio de 1992.

De madrugada, tras una estricta y cerrada organización, con niños, miles de familias se ubicaron en aquellos terrenos. Fueron disueltos por las fuerzas policiales, instados a dejar el lugar. Pero siempre el objetivo primordial estaba primero.

Hubo también fuertes lluvias. Vino el invierno. Muchos pobladores enfermaron por efecto de la humedad y el frío. Pero todo se mantuvo inamovible. Con el paso de los días el polietileno de las carpas, fue reemplazado por planchas de madera, agrupándose luego cientos de mediaguas.

Allí fue clave la férrea organización y la capacidad de los lideres para traspasar una visión y compartirla, porque como en toda gran empresa, no solo importaba que todos tuvieran una necesidad común, sino que el asunto era como se hacía para organizar esa necesidad y llevarla a la práctica en soluciones concretas.

Por ejemplo: en Esperanza Andina se reclutaron los talentos de cada poblador, en un lugar donde lo que más abundaba eran obreros de la construcción desempleados. Ellos y sus mujeres, sentaron las bases de la urbanización del campamento.

Cada una de las especialidades fueron puestas al servicio de este bien común que era poner en marcha esta emergente población. Y las mujeres trabajaron por cierto codo a codo con los hombres en extenuantes jornadas de trabajo que abarcaron días y noches sin parar.

Pero también hubo allí prácticas extraordinarias para el análisis del trabajo social. El abordaje de las problemáticas sociales al interior del campamento fue una de ellas.

En Esperanza Andina eran penados con expulsión las prácticas de violencia intrafamiliar, robo, tráfico o consumo de drogas, alcoholismo. Todos los casos eran llevados a una especie de tribunal vecinal que evaluaba las situaciones más complejas acontecidas en el seno de las familias residentes. De encontrarse un caso se procedía a la inmediata expulsión. Y la expulsión de una familia era irse a la nada, fuera de las fronteras del campamento.

Por cierto que la singularidad de Esperanza Andina podía ser cuestionable al ojo de un visitante, pero al interior se podía verificar la existencia de cierto orden y paz social que hacía posible la práctica de múltiples otras formas de intervención. Aunque destacaba un liderazgo reservado y cauto por parte de los dirigentes, siempre desconfiados de todo elemento externo que ingresara.

En nuestro caso trabajamos promocionando la participación de jóvenes y con mujeres emprendedoras, siendo apoyados por la Corporación Comparte y los docentes de la Universidad Silva Henríquez. Pero siempre faltaba mucho apoyo, había demasiadas carencias y todo por hacer.

Por tratarse de un asentamiento no autorizado, carecía principalmente del apoyo estatal en lo referente a programas sociales destinados a la extrema pobreza. Allí los agentes del municipio no ingresaban formalmente.

Pero aún dentro del campamento, me cuestioné muchas veces cómo intervenir a los jóvenes. Recuerdo que mi profesor Eusebio Nájera me dio luces para este trabajo: los jóvenes, decía, van a ser lo que hacen y lo que hacemos juntos. Absténganse de usar categorías con ellos pues todo intento por definirlos es vano, por cuanto se trata de un segmento siempre cambiante. Finalmente hicimos un proyecto basado en asesorías técnicas a lo emergente y capacitación en la acción, en el vínculo, que requirió flexibilidad, empatía y respeto por las dinámicas, o no dinámicas, internas del grupo.

La toma llevaba años allí cuando llegamos. Creció y se consolidó como espacio poblacional. Pero el tema presente y siempre conflictivo fue sin duda como lograban establecerse formalmente y convertirse en propietarios de los terrenos. Pero la dueña, una dama muy poco respetable en cuanto a palabra empeñada, jamás llegaba a acuerdos serios con los dirigentes. Siempre quería más plata. Un día cerraba el trato y al otro día el acuerdo no tenía validez, era una historia de nunca acabar.

Cansados de esta rutina de abusos, los pobladores optaron por una solución definitiva y radical. Tras una huelga de hambre que casi le cuesta la vida al máximo dirigente, decidieron caminar desde Esperanza Andina en Peñalolén hasta el Congreso Nacional en Valparaíso. Una caravana con plazo de dos días para llegar al Parlamento y exigir que el Gobierno expropiara los terrenos, poniendo fin a las especulaciones de la dueña.

Y se fueron caminando en lo que sería una verdadera hazaña épica. Caminaron sin parar: hombres, mujeres, jóvenes, niños y adultos mayores. Miles de personas con un mismo objetivo: lograr hacer ver al país completo la miseria de los patios traseros que no podía seguir siendo escondida. La desigualdad. La falta de ética al diseñar quien vive donde y con quienes.

Y la medida tuvo sus frutos cuando el Estado de Chile finalmente expropia las hectáreas en cuestión, fijando un precio adecuado y realista, de acuerdo al ahorro riguroso que cada familia poseía.

Cuando dejamos la toma el fin de esta historia aún no acontecía, me parece que aquello sucedió uno o dos años después (1999 o 2000). No vimos por tanto las casas nuevas, la alegría interminable del sueño cumplido, la fiesta de celebración o el recuerdo sentido de aquellos pobladores que se fueron sin ver como, tantas luchas y sufrimientos, habían dado sus frutos.

Una tarde dejamos Esperanza Andina llevándonos en la mochila cientos de recuerdos, caras de pobladores e incluso nuestra Tesis de Grado para Optar al título. Todo eso nos regaló este sueño cumplido. Una esperanza a los pies de la Cordillera de los Andes.

lunes, 27 de abril de 2009

Los niños mosca





















LOS NIÑOS MOSCA


Por Karina Olivares

...Si hay niños como Luchín, que comen tierra y gusanos,
abramos todas las jaulas pa' que vuelen como pájaros.


Desarticulado ya el Chile soñado hace décadas atrás, nos queda este, un país trizado, hondamente fisurado y donde la única religión es el consumo como fachada exitista. Un mosaico con historias antiguas sobre lo que fuimos o pudimos ser. Una estatua de sal que es modelo internacional de impunidad y paraíso de inversionistas.

Un Chile excesivo que pende de un hilo, especialmente ahora que nos encontramos atravesando un límite como humanidad. Un límite que muchos no conocían pero que se hace palpable en las conversaciones improvisadas de la calle, en los noticieros o en las crónicas urbanas que los escritores e intelectuales leen y traducen para nosotros.

Una realidad que nos debe hacer pensar hacia donde vamos y qué queremos conservar de aquí en adelante. Qué tipo de ciudadanos queremos ser: el ciudadano “creditcard” (concepto acuñado por Tomas Moullian) endeudado, consumista, que se integra socialmente a través de la tarjeta de crédito y sus garantías. O el ciudadano conciente de que ya no tendremos más oportunidades para cambiar de rumbo, tras una comprensión de que el sistema actual, que hace aguas por todos lados se encuentra agotado.

Porque esta llamada crisis internacional nos debe dejar eso: el desafío de preguntarnos qué seremos de aquí en adelante como sociedad, “qué” de todo este caos político, económico y social dejamos para andar más livianos como globalizada humanidad que somos. En este, el inicio o fin de algo que no sabemos qué es.

Y un día pensando en las caídas que faltan, en los límites que como sociedad vamos a tener que pasar para cambiar y convertirnos en algo mejor, veo en TV un reportaje titulado "Los niños mosca". Un titulo desde ya estremecedor, que me dejó unos minutos más en la pantalla plana. A la cual por cierto recomiendo por salud mental, no exponerse más de cinco minutos al día.

Me impactaron las imágenes y pensé que sería interesante reflejar en este reportaje, la vivencia de los Derechos Humanos hoy. En plena crisis. En este país agotado de farándula y consumo irrefrenable, donde aparecen los llamados “niños mosca”, pequeños chilenos que se alimentan de los desechos que cuelgan de los camiones recolectores de basura.

Sectores completos, ubicados en la periferia de Santiago –Renca o Quilicura- utilizados como vertederos (elegantemente llamados “Estaciones de Transferencia”) donde va a dar lo que bota la ola del Chile actual. Y ahí, precisamente, se mueve una innumerable cantidad de gente que vive de este, su único sustento: la basura.

Y no se trata solo del cartonero, ese típico personaje nocturno, camuflado en las calles, que hace un trabajo hormiga excepcional reciclando el papel que las grandes empresas botan sin cesar. Se trata de gente que pulula en las entradas de estos recintos basureros para lograr rescatar lo que sea para echarle a la olla: un tarro de conservas cuyo concho sucio resulta un manjar; un paquete de cecinas vencido que se lanza al tacho proveniente del refrigerador 5 puertas en La Dehesa; las sobras de una comida con amigos, en fin.

Todo eso sirve para el desayuno-almuerzo-once, que podría ser este desecho humano. Vamos echándole si se trata de sobrevivir, de ganarle un día al hambre, a la miseria, a las ganas de salir como sea de la angustia existencial que nace en la boca del estomago.

Dicen que con la crisis económica se han incrementado las familias que viven de este oficio. Que a las puertas de estos recintos acuden niños, mamás con bebés en brazos, abuelitas alcanzando apenas a sostener al nieto puntilloso que quiere alcanzar algo. Porque los niños son tan inquietos dicen ellas.

Y vamos subiendo y bajando de los camiones en movimiento. Niños, adolescentes. Adultos fogueados en el asalto a camiones comentan que mensualmente pueden generar cien mil pesos recolectando fierros, pero que poco a poco han visto como la población aumenta, no para vender, sino para simplemente sobrevivir, hurgando entre la basura y las bolsas.

Y allá lejos se ve al narco que espera con paciencia el cansancio del niño que pronto se hará adolescente experto en el rubro, para reclutarlo como soldado de la milicia blanca. Porque después de todo, vender y traficar, será más rentable, indudablemente más rentable, que asaltar camiones de basura en movimiento al ingreso de las estaciones de transferencia.

Familias completas husmean en la basura. ¿Y qué puede hacer la autoridad competente? Nada. Porque a este nivel los derechos humanos no existen. Son una figura lejana, absurda, fuera de toda ley en la calle. En esa selva que es la calle, la pobla y la basura que es el alimento y las monedas para vivir.

Porque todo objeto de culto proveniente de esta cultura del desecho sirve para exponerlo después en la reventa de las poblaciones trabajando como “colero” allí donde termina la feria de abastos. Un oficio extendido que no requiere educación, horarios, papeles de antecedentes, ni nada. El único trabajo al que pueden aspirar muchos chilenos para sacar adelante el día. Un hoy permanentemente angustioso y sin futuro.

Y allí mismo debajo de todo del basural: un niño. Un niño cualquiera. Un Luchín, como diría Víctor Jara. Aprendiendo este oficio sin arte que sus padres y abuelos le están transmitiendo en la vivencia. Sabiendo exactamente cuanto vale en el mercado de la vereda pobla una polera rota, unas zapatillas recorridas, la escultura a mal traer o un trozo de alambre. Un oficio precoz que aprenderá rápido y que deja a la escuela básica como una opción absurda en medio de la vorágine del día hambriento y desolado trabajando como mosca. En medio de la basura. Que es también este Chile sin derechos ni protección, allí en medio de la nada.

lunes, 20 de abril de 2009

En Punta Peuco falta uno















EN PUNTA PEUCO FALTA UNO


Por Karina Olivares

Y sucedió lo impensado. Se había hecho justicia. Pero no en Chile. No. En Londres un 16 de octubre de 1998.

Ahí estaba el caballero. En Europa.

Porque haciendo caso omiso a las advertencias de sus asesores, se había mandado cambiar creyendo que contaba con la venia del gobierno ingles a causa de un tecito muy fifí que se había tomado con su amiga Margaret Thatcher meses antes.

Pero Amnistía Internacional lo tenía entre ceja y ceja por una querella en su contra desde 1995. “Una más” pensó (siesque) y viajó. No quiso operarse en Chile una afección crónica de espalda y se fue a instalar cual Rock Star a la ya celebre The Clinic Londinense.

Fue ahí donde a Augusto José Ramón lo pilló una notificación de arresto. Muy lejos de Chile y en ingles más encima. Confuso idioma que no manejaba: "Está usted detenido, todo lo que diga puede ser usado en su contra" le dijo el policía Scotland Yard, mientras escuchaba aterrado y haciéndose el de las chacras.

A pocos minutos de producirse el hecho, ya todo el orbe estaba enterado. Y acá en Chile se montó una fiesta nacional de aquellas. Y fuimos muchos los que estuvimos en alguno de aquellos centros de celebración: en la "Fiesta por la Justicia" del Parque O’Higgins o una de las tantas marchas que partieron en Plaza Italia. Ese centro neurálgico donde se viven las más altas alegrías y donde flamean las más orgullosas banderas chilenas.

Porque no solo triunfos deportivos tiene Chile, aunque escasos. Sino también este, inédito: el haber sido testigos del arresto de Pinochet aquella gloriosa primavera. Todo un evento nacional que ayudó a entibiar las alicaídas pasiones de los chilenos a finales de la década del 90.

Mención aparte merece nuestro héroe nacional de antaño: Baltazar Garzón, una especie de caballero justiciero y valeroso. Todo un ídolo. Quien rápidamente redactó una orden de detención por terrorismo, genocidio y torturas apenas supo que’l perla estaba en la capital inglesa. Ni tonto ni perezoso. Aunque era español, se sabe. Pero se le perdona todo.

Recuerdo a Chile todo revolucionado, algo así como “la alegría llegó”, expectante. También a nuestra derecha política con las maletas listas para encadenar en las puertas de la clínica algún facho de turno, incluso hubo uno ofreciendo huelga de hambre si no le entregaban a su papi.

“Se trata de un senador de la República” decían. Y senador vitalicio más encima. Una sentencia a perpetuidad que nos cedió la Constitución del 80, un escaño en el reconstituido Parlamento, hecho a la medida para ocupar los ociosos días del caballero, tras jubilarse de dictador.

Hubieron múltiples llamados públicos a protestar por lo que se entendía una “intromisión en los asuntos internos del país”. Y les hicimos caso: salimos a las calles. Pero salimos a bailar en rondas y a festejar, a abrazarnos como buenos compatriotas. Porque la justicia no era entonces un bien ajeno para nosotros. Era palpable. Y la vivenciamos a concho en las calles.

Recuerdo que nos tomamos Alameda y caminamos en una caravana extensa y festiva con multicolores carteles que versaban toda clase de frases alusivas al momento: “¡Garzón, déjalo allá!” “Mal Bicho” “En Punta Peuco falta uno” y tantos más.

Queríamos fervientemente que se fuera a acompañar a sus compadres Pedro Espinoza y Manuel Contreras en la Cárcel especial de Punta Peuco, aquel penal VIP que de “penal” tiene bien poco. Por eso faltaba uno, el más importante. El jefe.

Pero Chile debo decir, es un bolero de principio a fin. Lo corroe un sino fatídico, con finales inesperados y tormentosos. Porque solo 503 días alcanzó a estar en Londres. La ultra derecha lo salvó a último minuto por sus favores concedidos en el pasado y tras una gestión del Ministro del Interior británico, Jack Straw, fue liberado finalmente “por razones humanitarias”. Paradojalmente la única razón que teníamos para meterlo preso. Pero el sino trágico nos persigue.

El episodio The Clinic, terminó sumando un centenar de querellas por violaciones a los derechos humanos en Chile, cosa inédita en el ocaso impune de su vejez. Un ex dictador abatido por la evidencia, con la certeza de que ya nunca más iba a moverse de Chile con la libertad e inmunidad que pretendió tener. Con una senaduría vitalicia con escasas posibilidades de retorno al Parlamento. Y con nosotros los chilenos aún preguntándonos porqué nunca en Chile pudo ser tocado por la Justicia, pese al extenso y unánime clamor nacional de aquellos tiempos.

lunes, 13 de abril de 2009

Las armas al pozo












LAS ARMAS AL POZO

Por Karina Olivares

El 11 de Septiembre de 1973, quizás sea el día que contenga más historias individuales y colectivas. Historias para olvidar, pero historias que quedaron guardadas a fuego. Pasajes de vida personales de aquellos que tuvieron la suerte o el infortunio de haber estado presenciando aquellos hechos.

Ese día marca sin duda alguna un antes y un después en nuestro paisaje nacional. Porque terminó por dividir lo trizado. Porque terminó con un sueño colectivo de patria que se llamaba Unidad Popular. Y porque después de ese día nadie quedó indiferente, incluso nosotros que no nacíamos aún por aquellos días.

La historia que paso a relatar, me la cuenta mi padre. Hoy con 53 años, cinco nietos y una vida vivida intensamente. El día del golpe era un adolescente bordeando la mayoría de edad, estaba casado y ya era padre de mi hermano mayor, en ese entonces de tres meses.

Tuvo que hacerse grande rápidamente. Entonces mi abuelo, un fogueado constructor civil de la CORVI, lo destinó como jefe en una de las construcciones del emergente Santiago de la Unidad Popular. Una gran obra con más de mil hombres en el sector de la hoy Av. La Florida en Santiago.

Dirigía un pequeño grupo de obreros y como supervisor estaba a cargo de los materiales, pago de remuneraciones, etc. Ese día, arriba de un vehiculo camino de su lugar de trabajo, escuchó los primeros comunicados que anunciaban el Golpe Militar. Aún así llegó hasta la obra, como toda la gente que allí laboraba.

Esa mañana Chile se detuvo y quienes lo vivieron recuerdan con vivos detalles cada uno de los hechos acontecidos. Cada detalle ahora es una pequeña joya en el anecdotario personal y colectivo de este Chile que carga con esta historia que configura nuestra alma nacional.

Mi padre recuerda que a eso de las 10 de la mañana hubo una gran reunión en el casino para definir los caminos a seguir tras el Golpe perpetrado en las primeras horas de la mañana. Desde la dirigencia la orden fue ubicar camiones en la entrada del recinto para evitar el ingreso de los militares insurrectos y resistir al interior de la obra. Pero el peso de la historia fue mayor y a las 11 hrs. los mismos dirigentes que llamaron a resistir habían uno a uno desaparecido, alertados por el inminente riesgo que corrían.

Los medios de comunicación que usó la Junta Militar fueron los llamados Bandos, informativos del terror que se tomaron a fuego las antenas de las emisoras radiales.

En medio del caos y la incertidumbre, uno de aquellos bandos, informaba la obligación de entregar de inmediato todas aquellas armas que la población tuviese en su poder. Solo las fuerzas militares podían hacer eso de ellas. Romper esta prohibición podría costar la vida para los civiles.

Fue entonces cuando el jefe máximo de la obra le encarga a mi padre hacer desaparecer dos armas, dos revólveres que manejaba el guardia del recinto. Le ordena hacer una mezcla de cemento y cubrirlas con este material de construcción, para evitarse el riesgo que imponía entregarlas a las fuerzas militares.

Con las pequeñas armas en su poder, mi padre a su vez le pide a uno de sus subalternos que se encargue de esta operación. Sin embargo y como todo buen chileno en su afán de “sacarle el cuerpo a la jeringa” este se ofrece a llevarlas hasta un pozo séptico cercano al lugar para lanzarlas ahí mismo.

Nunca más se supo de las pequeñas armas. Una solución a la chilena que le dio a las armas un descanso obligatorio al fondo del pozo.

Ese día el toque de queda comenzó temprano. A las 15.00 horas ya nadie podía transitar por las calles de Santiago. Mi padre sin embargo, dejó su trabajo en la obra a las 14.00 hrs. y me cuenta que caminó por más de tres horas bordeando Américo Vespucio hasta llegar a su casa en la Rotonda Grecia. Al parecer, su figura desgarbada fue invisible para camiones militares y Hooker Hunters que surcaban el cielo azul y rojo ese día.

Dos días después volvió a la obra. Sin embargo, todo había sido paralizado por orden del nuevo régimen político. Prohibición absoluta para todo tipo de reunión pública, bajo pena de arresto. Las obras se detuvieron a lo largo de todo Chile y la Corporación de la Vivienda (CORVI) pasó a manos de un Gobierno que nunca más invirtió en viviendas de buena calidad. Sistema que rige por cierto hasta hoy.

De los dirigentes políticos que lideraban a los trabajadores de la construcción, nunca más se supo. Muchos de ellos, ese mismo día 11 se esfumaron alertados del riesgo que corrían, pasaron a la clandestinidad, se asilaron en las embajadas primer mundistas o simplemente fueron desaparecidos.

Nadie más recordó esta historia de las armas hasta casi dos años después. Cierto día mi padre fue alertado sobre la presencia de detectives que lo buscaban. Citación en mano para concurrir a declarar ante la Justicia militar por la desaparición de armas que según constaba, se encontraban en su poder. No acudió como era de esperar.

Ante la resistencia y tras un abrupto despertar en plena madrugada, fue llevado por fuerza ante un Juez militar que lo interrogó insistentemente. “Parece que usted no entiende, las armas ¡tienen! que aparecer” le decía. ¿Como decirle que el lugar donde estaban, era precisamente el mejor lugar donde podían estar?

Todos y cada uno de los que participaron ese día en aquella noble causa fueron citados ante la “justicia” militar. Uno a uno dieron su testimonio hasta dar con el “cabecilla” de la organización criminal, que supuestamente era mi padre.

Encontrar las armas era deber de Estado. Probablemente si las armas hubieran sido encementadas como decía la orden original, hubiera sido necesario derribar un edificio hasta dar con ellas. Pero la astucia del obrero chileno pudo más y según cuenta el final de esta historia, los militares debieron descender al fondo de este pozo séptico para rescatarlas. Deber de Estado que algún cabo raso cumplió en ese caótico Chile de 1973.

martes, 7 de abril de 2009

Sola en el Centro


SOLA EN EL CENTRO


Por Karina Olivares


Poéticamente hablando diría que Chile, mirado en retrospectiva, es esa increíble postal llena de colores, amores, sabores y territorios. En especial un país cargado de poetas, escritores y cantores de lo divino. Un Chile lleno de esa poesía que está en nuestra alma triste de campesinado extraviado en la capital. Ese que aún busca sus maletas en la Estación Central.


Con este gran influjo poético que deviene ancestralmente, he contado historias de ese Chile fraccionado hace casi cuatro décadas atrás. Un Chile dividido, con cientos y miles de compatriotas desaparecidos. Con historias contadas a medias tintas. Con secretos de familia, esa gran familia que somos los chilenos.


Pero también hablo de un Chile profundo, colmado de grandes personajes que caminan libres por sus calles, que le ponen esperanza y optimismo a esta bandera blanco azul y rojo. Que mirada de reojo parece siempre estar a media asta.


De nuestra historia no quiero el olvido en los ahogos faranduleros del Chile actual. No quiero el silencio y el vacío de una movida criolla enmascarada de barniz alegría. Y tampoco quiero olvidarme de los próceres vetados en los libros de la historia oficial. Aquellos próceres de la historia reciente que realmente importa.


Y era el año 1999. Aquella mañana me encontraba recorriendo el efervescente Centro de Santiago. Con 24 años mi paso algo cansino de estudiante recién graduada, se confundía con el ritmo apremiante del capitalino siempre urgido por esta casi institución chilensis que se llama trámite. Porque todo en Chile se tramita: los intereses colectivos, los proyectos e incluso las relaciones personales.


Y como si estuviese internamente a la espera de algo importante, de pronto, a lo lejos por calle Morandé veo una gran caravana. Banderas rojas, un gran cortejo, lento y ruidoso: “Compañera Sola Sierra Presente, Compañera Sola Sierra Presente, Ahora y siempre, Ahora y siempre” gritaba el extenso grupo de tanto en tanto.


Me acerqué acelerando el paso. Aceleré y aceleré. Estaba sucediendo algo y sin duda era el motivo y el porqué estaba allí ese día.Con orgullo y cierta timidez, me incorporo sin pensar al ilustrísimo cortejo.


La caravana acompañaba los restos mortales de Sola Sierra. Mi prócer personal. Aquella mujer de curioso nombre, que su padre bautizó al ver que, sin necesidad de partera, la madre la había traído al mundo “solita”, según cuenta su extensa biografía.


Sentía muy en lo profundo aquella situación. Se había ido Sola. Mujer, Familiar, dirigente, oradora, bailarina en aquellas cuecas solas… Entonces seguí al grupo caminando silenciosa, sin conocer a nadie. Y tras algunas miradas suspicaces a poco andar ya estaba acompañándola, aunque núnca la conocí. No estaba a su altura.


A pocas cuadras el orgullo me brotó por los poros, reflotando en mí ese sentimiento de clase obrera, de donde provienen mis abuelos tan queridos y por ende mis padres. Sentí la integración de saber que esa caravana me pertenecía, que la celebración y la tristeza, juntas, eran parte de una misma escena patriotica e inolvidable.


Se había ido Sola sin saber donde estaban los tantos familiares, hechos suyos también, a cuya cabeza representó en la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos. Su esposo era el motivo, pero su razón de ser era la Justicia y la Verdad sin retoques ni negociaciones hechas entre gallos y medianoche. Ya una costumbre en este Chile de transición y sus deslavados gobiernos de centro derecha.


Nos quedaba acompañarla, seguirla, no solo ese día en las céntricas calles que vieron el Golpe Militar, sino en la vida, en la propia vida y su particular naturaleza. Porque no habrá otra Sola que se le parezca. Solo quedamos nosotros, más solos desde ese día, sin ella.

viernes, 3 de abril de 2009

BUSCANDO LA FELICIDAD

Por Karina Olivares




Frecuentemente nos preguntamos por qué es tan difícil llevar una vida mejor de la que objetivamente llevamos, cómo incrementar el nivel de bienestar, de paz interior y de equilibrio dentro del sistema en el cual nos encontramos. ¿Es posible vivir una vida alternativa, bajo los principios de la espiritualidad, esto es: amor al prójimo y a nosotros mismos, salud, desapego a lo material, solidaridad?

Este parece ser un camino difícil para muchos, incluso irrealizable en la práctica dado que las estructuras sociales y económicas lo impiden. Dentro de este paradigma, un sistema urbano, industrial y tecnológico, la espiritualidad queda fuera porque es un modelo eminentemente materialista y el materialismo como modelo de comprensión sostiene que la espiritualidad, ligada a la religión, es una especie de “opio del pueblo”, una fantasía en la mente de fantasiosos idealistas trasnochados.

Así las cosas, los males menores de vivir en este sistema son aceptar y aprender a vivir con altos grados de ansiedad, inseguridad y depresión, una pandemia que aqueja a más del 20% de la población mundial. Sinsabores de estar disfrutando de esta economía social de mercado (...)

La mayoría de las personas van por la vida siguiendo esta corriente, fluyendo con los dictámenes del mercado, esta especie de religión, donde en el centro están el poder, el prestigio y los bienes de consumo. En esta lógica “a mayor consumo, mayor felicidad”, luego la pregunta es ¿ésta es la vida que hay que vivir? ¿por qué tantos no son felices entonces?.

Si la felicidad está en el logro de ciertos objetivos bien establecidos ¿por qué tantos heridos en el camino? Los acérrimos defensores del sistema dirán que estas son las reglas del juego, que debemos adaptarnos, y otra corriente dirá que éste es un sistema inhumano, que hay que corregirlo, derribarlo, sin embargo, el sistema sigue andando y siguen cayendo también los heridos.

Iniciar un camino espiritual es preguntarse por el sentido de la vida, preguntarse qué es la vida realmente. Podríamos decir que la vida es este conjunto de experiencias físicas, sensitivas, sensoriales y espirituales, que tienen una duración definida, que dura mientras permanecemos y que dentro de ella tenemos un ciclo continuo: nos levantamos, trabajamos, comemos, descansamos, nos relacionamos, pero ¿Es significativa esta rutina? ¿ésta es la vida, lo significativo de ella?

La vida trasciende con mucho las actividades instrumentales que hacemos, sin embargo, para muchos esa es la única manera de vivir. Trabajar, vivir para disfrutar de los pocos momentos robados al trabajo, temer por la seguridad, asegurar los bienes, formar una familia.

Todo esto es importante: tener alimentación, vestirnos, cobijarnos, lograr una casa, recibir reconocimiento. ¿Pero éste es el sentido? ¿ésta es la Vida?, si es así, tenemos que luchar por la vida, para poder mantener en alto los pilares que sustentan nuestra felicidad. Sobre esta lógica se fundan ciertos principios de una sociedad de mercado: luchar por cuidar lo que tenemos, para seguir teniéndolo y competir tan hábilmente como se pueda.

El ser humano trasciende a las otras especies porque posee la enorme potencialidad de su pensamiento, aquello nos separa de otros seres, tenemos inteligencia humana. Que el ser humano tenga inteligencia, posea una potencialidad mental que le permita percibir ciertos acontecimientos como placenteros o displacenteros, no es ni bueno ni malo, es una capacidad distinta que solo nos diferencia del resto.

La energía de la mente y del pensamiento es comparable a la energía nuclear, “no es ni buena ni mala” es el uso que logramos darle a esta energía. Si la usamos para destruir, podemos crear un infierno interno y externo a nuestro alrededor. De la misma manera, si usamos la mente en forma constructiva, podemos crear cosas maravillosas con otras personas y eso nos traerá de retorno buenas cosas a nosotros mismos. Basta recordar a los grades maestros de la humanidad, Mahatma Gandi fue un hombre pequeño y frágil, sin embargo, la potencialidad de su mente y el poder personal que irradiaba, hicieron posibles grandes trasformaciones en la sociedad hindú. Hoy es un paradigma de la no-violencia activa.

La mente se aferra a la imagen del Yo histórico que hemos construido: “somos tímidos, no nos gusta enfrentarnos a una audiencia, tenemos temor al ridículo y a la critica”, “hay que construir seguridad porque no se sabe qué sucederá mañana...” Esos son típicos resguardos de la mente que se aferra a estos preconceptos y que se encuentra cómoda en el status quo que hemos formado sobre nosotros mismos.

Si queremos deshacernos de los problemas, tenemos que dar un salto cuántico de sabiduría, reducir esa mente que se aferra al yo, que tiene una visión autoaferrada, que ve como unilateral la vida y los seres: “el mundo es un lugar peligroso e inseguro, hay que protegerse” “Hay que ser alguien en la vida, porque si no, serás nadie...” (¡¡si es que eso fuese posible..!!). La sociedad de mercado provoca sufrimiento mental en nosotros porque apela a las inseguridades arraigadas en nuestra mente, haciéndonos creer que esa es la única realidad posible.

Las tradiciones espirituales señalan que el ser humano se ha desconectado de la totalidad (yo conectado con todo, donde no hay posibilidad de daño alguno) y que vive inmerso en una especie de dualidad que tiende a fragmentarlo (yo fuera del todo, donde hay que luchar para satisfacer las necesidades) generando sufrimiento mental y físico. Las premisas o supuestos que promueve el sistema serían según Chopra los siguientes:

- Podríamos perder lo que necesitamos para sostenernos
- Alguien tiene el control de todo
- Enfrentamos algo impredecible y desconocido
- No merecemos un revés como éste
- Podría resultar lastimado si la situación no me favorece.

Los budistas dicen que el ego es el peor enemigo que tenemos, porque además de asegurar nuestra supervivencia, y eso está bien, tiene la tendencia a crearnos más necesidades de las que realmente tenemos que cubrir. Por lo tanto debemos mantener una observación y establecer límites al Ego.

Para superar esta tendencia, señalan ellos, debemos comprender cuál es la naturaleza de las cosas y los seres. Tenemos que entender cuál es la naturaleza de la realidad y comprender que esta es mutable y transitoria, por lo tanto es imposible apegarse a algo sin sufrir el “desengaño” de la perdida. Para evitar ello debiéramos entonces concienciar que estamos generando apego. Que la realidad es inmensa y que todo está interconectado, esto significa que estamos relacionados con todos los seres y que la realidad no está afuera, sino adentro de nosotros mismos.

Tenemos el cuerpo y la mente, también el plano espiritual que abarca y trasciende estos dos planos. El cuerpo necesita lo material, pero si trabajamos para dar satisfacción al cuerpo (alimento, vestimenta, seguridad) probablemente el cuerpo se satisfaga prontamente. Pero si seguimos corriendo en forma inagotable una vez que hemos satisfecho nuestras necesidades, hay que preguntarse quien esta corriendo entonces, y ese que sigue corriendo cuando el cuerpo está satisfecho es la mente.

Observando el fenómeno de la obesidad en nuestro país podemos interpretar que sucede en nuestra sociedad actual. La gente excede con mucho el limite de calorías que precisa su cuerpo, y entonces comprendemos que cuando esto se transforma en un problema, el problema es del cuerpo, pero también es un problema mental. La persona se aferra a las sensaciones placenteras que provoca el ingerir alimentos ricos en grasas, esta es una visión autoaferrada que tiene su ego y que genera un gran sufrimiento. Irónicamente intenta aplacar un dolor emocional (abandono, ira, maltrato) aferrándose a una conducta que trae aún más sufrimiento, aunque desplazado hacia el cuerpo.

Miremos la vida, máximo vivimos 90 años y aunque no nos guste tenemos que despedirnos, esta es una realidad para el cuerpo, cada una de las células conoce su plazo para vivir y desarrollarse ¿podrían siquiera imaginar a una célula sufriendo porque va a morir?

La mente se aferra a las experiencias placenteras de la vida: las personas, las relaciones, el status, los logros. Entonces cuando la vida se acaba como experiencia en un cuerpo físico la mente sufre, tenemos dolor por lo que perdemos. Cabe preguntarse si el dolor es algo natural o representa la respuesta a una interpretación errónea que hemos dado de la vida y de lo que ella puede ofrecernos.

Entonces, la mayor parte de las personas sufre por el autoaferramiento, esto es excesivo apego a ciertas experiencias materiales y sensoriales: la casa se quemó y es un desastre; el auto me lo chocaron y es una terrible experiencia; el trabajo, estudié con tanto esfuerzo y no me merezco este despido, etc., etc. Si es así con los objetos, aún más lo es con los seres.

Einstein decía que nuestro objetivo debía ser liberarse uno de uno mismo. Tenemos un dolor de cabeza, la manera realista de desprenderse de esto es pensar por qué lo tengo: dormí poco, trabajé demasiado, etc. Entonces me río un poco, salgo con amigos o medito, bajo ese nivel de ansiedad y tengo una vida más serena. La otra forma es quejarse de que tengo ese dolor y hacer parte a los demás en mi desgracia: “porqué Dios me hace eso, no me lo merezco”, etc, etc.. y ese pensamiento sigue empeorando nuestra salud y enfermando a nuestro entorno.


Tenemos que partir con ayudarnos a nosotros mismos y cooperar con la higiene mental, lo cual significa darle a cada acontecimiento de la vida el lugar que tiene. Cuando la mente está tranquila podemos disfrutar, no hay ansiedades y estamos más situados en el presente. Sin embargo, tenemos la tendencia a querer acumular y adornar las experiencias y comenzamos a no estar satisfechos.

Van a querer más y casi siempre no hay punto final para eso: tengo una carrera, sin embargo tengo que seguir creciendo, entonces hago un Magíster, luego un Doctorado y así. No existe una meta. La mente no descansa y eso produce mucho sufrimiento y frustración.


La tarea es establecer límites a nuestros deseos, en este sentido por ejemplo, poner límites a la adquisición de bienes materiales, ya que la acumulación genera apego y el apego genera sufrimiento, dado que estos bienes se encuentran insertos en el reino de lo mutable y perecedero. Sin embargo, para el progreso espiritual no debiera haber límite.

¿Cómo observo que voy progresando en lo espiritual? Deepak Chopra, señala que como la transformación es la norma, es imposible no crecer y que aunque sigas siendo quién eres y estés viviendo en este mundo difícil, puedes dar un salto cuantico en tu conciencia y la señal será la aparición de alguna propiedad emergente que no tenías en el pasado. Estas propiedades emergentes espirituales son:

- Claridad de conciencia
- Cognición
- Veneración a la vida
- Ausencia de violencia
- Ausencia de miedo
- Integridad

Podemos tener problemas y ciertamente cada ser los tiene, pero lo importante es la actitud que tengamos frente a ellos, apreciar lo que ya tenemos, no entrar en el autopadecimiento del tipo “yo no me merezco esto.. y otras dramatizaciones” porque siempre habrá personas más arriba y más abajo que nosotros, con más salud, con más dinero, menos estresadas, con menos sufrimiento.

Esto no significa echarnos a dormir en lo que tenemos, debemos hacer un esfuerzo razonable por conseguir lo que queremos y la vía es comenzar a desprenderse el ego dándole donde más le duele: saliendo de la ilusión de que el Yo está separado de todo lo demás, dando lo que somos a los demás, practicando la solidaridad que es para los budistas la forma de “quemar” nuestros Karmas o acciones que hayamos emprendido en el pasado y que en la actualidad nos pueden estar generando sufrimiento.

Cómo poder comprender mejor los problemas, por ejemplo, ante la muerte de un ser querido, un hijo, un padre, esto indudablemente duele, genera sufrimiento y hay personas que generan una gran depresión luego de una pérdida de este tipo:

Aceptar que ellos o yo vamos a morir y que independiente de lo grato de los momentos vividos, esta es una ley para el cuerpo físico, meditando esto previamente no entraremos en estado de schock. Saber que no les pasa solo a ustedes sino a todos los seres vivientes. Ya que estamos juntos, tenemos un tiempo limitado, por lo tanto tratar de vivirlo en armonía.

Quienes están en esta especie de túnel negro que es la depresión, debiesen poner freno a los deseos del ego que tiende a hacerse preponderante y exclusivo, que tiende a hacernos seres aislados e inseguros, y a su vez, no poner limites a la prestación de ayuda a los demás.

Entonces, si incorporan a los demás van a ser más felices. Todo debe partir desde el núcleo hacia fuera y luego ese núcleo por efecto repetidor, se manifiesta hacia las capas externas. Escucha El Efecto Susurro del Tao Te King:

¿Quieres ser una influencia positiva para el mundo?Primero, pon orden en tu vida. Asiéntate en el principio único de manera que tu conducta sea íntegra y eficaz.
Si así haces, ganarás respeto y serás una influencia poderosa.Tu conducta influencia a otros por el efecto del susurro. El efecto del susurro tiene resonancia porque todos tienen influencia en todos.
La gente poderosa tiene poderosa influencia.Si tu vida funciona, influenciarás a tu familia,
si tu familia funciona, tu familia influenciará a la comunidad.
Si tu comunidad funciona, tu comunidad influenciará al país.
Si tu país funciona, tu país influenciará al mundo.
Si tu mundo funciona, el efecto del susurro se repartirá por el cosmos. Recuerda que tu influencia empieza en ti
y surge de ti como un susurro. Por lo tanto, asegúrate de que tu influencia sea a la vezpotente e íntegra.¿Cómo lo sabré?Todo crecimiento avanza hacia afuera de un núcleo potente.Tú eres un núcleo.
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