lunes, 27 de abril de 2009

Los niños mosca





















LOS NIÑOS MOSCA


Por Karina Olivares

...Si hay niños como Luchín, que comen tierra y gusanos,
abramos todas las jaulas pa' que vuelen como pájaros.


Desarticulado ya el Chile soñado hace décadas atrás, nos queda este, un país trizado, hondamente fisurado y donde la única religión es el consumo como fachada exitista. Un mosaico con historias antiguas sobre lo que fuimos o pudimos ser. Una estatua de sal que es modelo internacional de impunidad y paraíso de inversionistas.

Un Chile excesivo que pende de un hilo, especialmente ahora que nos encontramos atravesando un límite como humanidad. Un límite que muchos no conocían pero que se hace palpable en las conversaciones improvisadas de la calle, en los noticieros o en las crónicas urbanas que los escritores e intelectuales leen y traducen para nosotros.

Una realidad que nos debe hacer pensar hacia donde vamos y qué queremos conservar de aquí en adelante. Qué tipo de ciudadanos queremos ser: el ciudadano “creditcard” (concepto acuñado por Tomas Moullian) endeudado, consumista, que se integra socialmente a través de la tarjeta de crédito y sus garantías. O el ciudadano conciente de que ya no tendremos más oportunidades para cambiar de rumbo, tras una comprensión de que el sistema actual, que hace aguas por todos lados se encuentra agotado.

Porque esta llamada crisis internacional nos debe dejar eso: el desafío de preguntarnos qué seremos de aquí en adelante como sociedad, “qué” de todo este caos político, económico y social dejamos para andar más livianos como globalizada humanidad que somos. En este, el inicio o fin de algo que no sabemos qué es.

Y un día pensando en las caídas que faltan, en los límites que como sociedad vamos a tener que pasar para cambiar y convertirnos en algo mejor, veo en TV un reportaje titulado "Los niños mosca". Un titulo desde ya estremecedor, que me dejó unos minutos más en la pantalla plana. A la cual por cierto recomiendo por salud mental, no exponerse más de cinco minutos al día.

Me impactaron las imágenes y pensé que sería interesante reflejar en este reportaje, la vivencia de los Derechos Humanos hoy. En plena crisis. En este país agotado de farándula y consumo irrefrenable, donde aparecen los llamados “niños mosca”, pequeños chilenos que se alimentan de los desechos que cuelgan de los camiones recolectores de basura.

Sectores completos, ubicados en la periferia de Santiago –Renca o Quilicura- utilizados como vertederos (elegantemente llamados “Estaciones de Transferencia”) donde va a dar lo que bota la ola del Chile actual. Y ahí, precisamente, se mueve una innumerable cantidad de gente que vive de este, su único sustento: la basura.

Y no se trata solo del cartonero, ese típico personaje nocturno, camuflado en las calles, que hace un trabajo hormiga excepcional reciclando el papel que las grandes empresas botan sin cesar. Se trata de gente que pulula en las entradas de estos recintos basureros para lograr rescatar lo que sea para echarle a la olla: un tarro de conservas cuyo concho sucio resulta un manjar; un paquete de cecinas vencido que se lanza al tacho proveniente del refrigerador 5 puertas en La Dehesa; las sobras de una comida con amigos, en fin.

Todo eso sirve para el desayuno-almuerzo-once, que podría ser este desecho humano. Vamos echándole si se trata de sobrevivir, de ganarle un día al hambre, a la miseria, a las ganas de salir como sea de la angustia existencial que nace en la boca del estomago.

Dicen que con la crisis económica se han incrementado las familias que viven de este oficio. Que a las puertas de estos recintos acuden niños, mamás con bebés en brazos, abuelitas alcanzando apenas a sostener al nieto puntilloso que quiere alcanzar algo. Porque los niños son tan inquietos dicen ellas.

Y vamos subiendo y bajando de los camiones en movimiento. Niños, adolescentes. Adultos fogueados en el asalto a camiones comentan que mensualmente pueden generar cien mil pesos recolectando fierros, pero que poco a poco han visto como la población aumenta, no para vender, sino para simplemente sobrevivir, hurgando entre la basura y las bolsas.

Y allá lejos se ve al narco que espera con paciencia el cansancio del niño que pronto se hará adolescente experto en el rubro, para reclutarlo como soldado de la milicia blanca. Porque después de todo, vender y traficar, será más rentable, indudablemente más rentable, que asaltar camiones de basura en movimiento al ingreso de las estaciones de transferencia.

Familias completas husmean en la basura. ¿Y qué puede hacer la autoridad competente? Nada. Porque a este nivel los derechos humanos no existen. Son una figura lejana, absurda, fuera de toda ley en la calle. En esa selva que es la calle, la pobla y la basura que es el alimento y las monedas para vivir.

Porque todo objeto de culto proveniente de esta cultura del desecho sirve para exponerlo después en la reventa de las poblaciones trabajando como “colero” allí donde termina la feria de abastos. Un oficio extendido que no requiere educación, horarios, papeles de antecedentes, ni nada. El único trabajo al que pueden aspirar muchos chilenos para sacar adelante el día. Un hoy permanentemente angustioso y sin futuro.

Y allí mismo debajo de todo del basural: un niño. Un niño cualquiera. Un Luchín, como diría Víctor Jara. Aprendiendo este oficio sin arte que sus padres y abuelos le están transmitiendo en la vivencia. Sabiendo exactamente cuanto vale en el mercado de la vereda pobla una polera rota, unas zapatillas recorridas, la escultura a mal traer o un trozo de alambre. Un oficio precoz que aprenderá rápido y que deja a la escuela básica como una opción absurda en medio de la vorágine del día hambriento y desolado trabajando como mosca. En medio de la basura. Que es también este Chile sin derechos ni protección, allí en medio de la nada.

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