jueves, 2 de abril de 2009

LA PEÑA DE LOS QUE SE FUERON

Corrían los agitados años 80 en Santiago de Chile, entonces era una niña casi dejando de serlo, despierta, con los ojos abiertos, enormes, buscando quién sabe qué cosas a mi alrededor.

En ese entonces entrada ya en la adolescencia, mis preguntas palpitaban y rugían en mi interior: los colores, los amores, las dinámicas del tiempo y del espacio, todo inserto dentro de una misma cabeza y un mismo corazón. Estaba abierta a todo mi mundo elegido con tanta valentía.

Parecía estar donde yo misma había pedido, sin saberlo claro. Palpitaba en mí cierto orgullo de clase, conocía esa vida poblacional, encantadora, difícil, extensa en vecindario y formas de vida. La casa de madera, el patio, los perros. Las familias entrando y saliendo por la puerta de mi casa. Entonces yo miraba solamente. Con mis ojos, la única forma de apropiarme de eso era observar y pensar, reflexionar. Absorber mi mundo elegido.

Era interesante ver el movimiento social que vibraba. Había que derrocar a quién sabe qué personaje, aunque bien delimitado, me parece que sólo era esa figura patriarcal y autoritaria del Gran Padre, personificada en el militar. Era una necesidad del pueblo, una necesidad de madurez: decir “ya no necesitamos padre” ahora estamos grandes. Había que derrocar el sistema. Era fascinante. Viví como niña-adolescente todo ese periodo que ya no vuelve. Entusiasmo. Hermandad. Esperanza. Hartazgo del sistema. Lucha. Cantos. Barricadas, la negrura de los alambres dispersos en la calle al despuntar el nuevo día.

En una de esas andanzas me encontré aquel día con esta imagen. Estaba junto a mis padres en una Peña del sector Sur de Santiago. La Peña era un motivo para reunirse, aunar esfuerzos y ser movimiento social. Allí se cantaba, se bebía vino navegado... tibio brebaje de mi patria, sabroso, dulzón.

El guitarreo, las sopaipillas fritas, las gentes andando de acá para allá. Yo entre medio. Era pequeña, tal vez no tanto. Entonces se me abre esta imagen. Una gran gigantografía con esos rostros uno a uno en blanco y negro. ¿DÓNDE ESTÁN? Quiénes decía yo. No me atreví a preguntar quién era toda esa gente, rostros de hombres y mujeres, adultos, jóvenes.



Dónde están: me quedó dando vueltas y ensombrecí de pronto. Me impresionó ver toda esa gente allí. Quién los había reunido, quién los había escondido. Qué se celebraba o lloraba esa tarde en la Peña. Me quedé pensando. Era enorme esa imagen, una pared completa. Había tanto por saber: cada rostro para mí era una historia sabrosa, dolorosa, como la vida misma. Cada expresión una parte de la biografía cortada, acotada hasta allí por quién sabe quién y en qué circunstancias.

Tras el asombro de la imagen, el aroma al vino y la fritanga me devolvieron a la fiesta de mi patria, la fiesta triste porque no se respondía la pregunta aquella. Los ebrios cantando sus verdades molestas y los jóvenes, haciendo improvisados mítines al calor de una mesa coja y sillas de colegio pobre.

La pregunta me iba a rondar siempre, crecí con la preguntita aquella sin tener arte ni parte. No tenía ningún familiar desaparecido por el régimen militar de Pinochet. Pero siempre se sabía que éste o aquel había sido detenido, relegado, expulsado del país. Vivir fuera, exiliado, era extraño, no se hablaba de eso. Esos parientes que nunca más volvieron viviendo en Alemania, Suecia o Australia.

Chile fraccionado en compatriotas dispersos por aquellos países del primer mundo. Recuerdo haber pensado cuan distinta hubiera sido mi historia si mis padres hubiesen aceptado dejar todo y partir en busca de la nada y el todo fuera de Chile. Pero nos quedamos aquí: por las mamás, las abuelitas, los primos, los tíos, qué se yo. Chile tiene algo indescriptible que es ese aroma a pan de marraqueta, a tardes de tecito –nuestras onces a eso de las seis de la tarde y que todo buen chileno no perdona-. Chile es un ancla tomada en cada corazón de aquellos que hemos nacido acá.

Pero en Chile había casi siempre un aire enrarecido en esos años cuando casi fallecía el gobierno militar. Cosas que no se hablaban, aunque la cuestión nos tocaba a todos. Éramos esa gran familia con algún detenido desaparecido. Todos envueltos en la misma pelea.

En ese entonces no comprendía por qué, extrañamente, me sentía parte de esta historia. Una extraña sensibilidad hacia ese mundo cargado de temas tabúes, de extraños pidiendo que las encontraran y aquellos familiares, esas personas sombrías, con la pregunta a cuestas en la solapa o con el cartel ¿Donde están? Mujeres, oscuras de tristeza y llanto enjugado, pero con alta dignidad, valientes.

2 comentarios:

  1. A las 12:59am del marzo 18, 2009, Daniel Perez Riquelme dijo...

    Karina. Muy buen articulo pude encontrar registros en mi de lo que cuentas, es nostalgico y entretenido constatar como compartimos nuestros paisajes de formación donde una cultura nos fué formando, y el trabajo de que nos queda de entender esa formacion, reconciliar tantas cosas, redefinir nuestra propia formacion y construir otras tantas. Es el momento es la gracia de este momento, nos toco el momento de ccambiar las cosas es muy inspirador, gracias por el articulo.

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  2. A las 1:41am del marzo 18, 2009, Marisol dijo...

    Karina, te felicito por tu artículo, tienes estilo y mucha sensibilidad. Ojalá podamos disfrutar de otro artículo de tu autoría pronto. Karina, te felicito por tu artículo, tienes estilo y mucha sensibilidad. Ojalá podamos disfrutar de otro artículo de tu autoría pronto.

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