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martes, 10 de agosto de 2010

HOMBRES BAJO TIERRA

Por Karina Olivares


Me conmueve profundamente lo que sucede con los mineros en el norte de nuestro país. No solo porque hoy no se sepa qué sucederá con los 33 hombres que se encuentran sepultados a no se sabe qué distancia bajo tierra. Porque han de saber que cuando en los medios se dice “señores, se encuentran a 300 metros e incluso en un refugio a salvo” esta es solo la versión oficial. En realidad, eso podría ser el doble o el triple. No es misterio que los medios mienten y “omiten” so pretexto de no alarmar a la población.

Me conmueve porque ellos, los mineros, son ya una especie en extinción. Ellos van a la mina. Van y vuelven en una especie de noviazgo que puede terminar en tragedia un día. Quinientas veces vuelven con la certeza que esta podría ser la última cita. Ellos saben que la mina los puede sepultar vivos, como a estos 33 hombres que notaban hace rato el crujido y el goteo de las paredes subterráneas en su eterna enamorada.

Ellos, al fragor de este oficio saben, entre muchas otras cosas, cuando la mina simplemente ya no dará más de intrusiva excavación. Cuando se acercará el día en que el turno final les toque a ellos o alguno de sus amigos entrañables. Cuando uno de ellos sea llamado sin retorno a las profundidades, a rendir cuentas por la única ilusión que han tenido en sus vidas, el ser dueños de esta esquiva diosa mineral.

Los mineros saben que cada gramo vale, que la mina cobra su peso en oro, el mismo que extraen a destajo, subcontratados por la empresa multinacional a la cual poco y nada le importa quiénes son estos hombres que suben y bajan hacia su destino. En ellos la necesidad siempre puede más, la pobreza, las generaciones tras generaciones haciendo lo mismo.

Porque más vale morir como buen minero que ser un desclasado, uno más de los tantos que afuera no tienen para dar de comer a sus hijos y terminan como muchos antaño honrados, metiéndose al juego del tráfico, que en el norte y las zonas fronterizas es grito y plata, como lo fue antes el oficio de la minería.

Ahora, con el paso de las horas, solo cabe esperar mientras unos pocos deciden cómo comunicar estratégicamente lo que nadie quiere escuchar, la mala noticia de que “Dios” se ha llevado a estos mineros, eufemismo infame que encubre la verdadera mala noticia nacional: el atropello sistemático a los derechos especiales que le asisten a este tipo de trabajador extremo, el que labora a kilómetros bajo tierra, el que hace faenas extractivas en el mar o el que simplemente expone su vida porque “no le queda otra”.

En esta historia no solo la vida de los mineros ha quedado en suspenso, sino toda la pantalla de versiones que giran entorno a esta tragedia. Suspicazmente, pueda ser que el famoso ducto de ventilación por donde se supone podrían haberlos rescatado en primera instancia nunca haya existido. Tampoco el famoso refugio tiene porqué haber estado o la distancia a la que nos dicen se encuentran realmente los mineros.

¿Cómo saberlo? Me otorgo el derecho a la duda considerando que la misma Iglesia -muy emparentada con las cúpulas de poder económico- denuncia que las condiciones laborales y estructurales de la mina San José eran “muy similares” a las de principios del siglo pasado. Y la cara les queda donde mismo.

Mientras unos piensan cómo comunicar el asunto para que no parezca ésta una sociedad en la que se vulneran a diario los derechos laborales, tal como se hacía hace 100 años, las transnacionales de la megaminería siguen especulando con las divisas y las vidas humanas. Ellas, las grandes, las responsables de esta tragedia van a seguir buscando oro, plata, cobre e incluso uranio un poco más allá cuando todo esto deje de ser noticia.

Ellas, las que supuestamente le hacen el “sueldo” a Chile –léase el sueldo al quintil más rico de este país- provocan la desaparición de montañas y la fisura del suelo en kilómetros de distancia bajo tierra. Las grandes intocables son las mismas que en sus faenas utilizan 9 toneladas de explosivos diarios y generan otros 18 de desechos tóxicos para fabricar un hermoso anillo de oro que va a engalanar a la señora del gerente. Mismos desechos que llegan a las personas a través del agua contaminada, misma que va a tomar el hijo del minero pobre que arriesgó su vida ayer.

En fin, la muerte o el rescate de estos 33 hombres bajo tierra es sin duda, el último eslabón de una depredación sin límites, la resultante de oscuros intereses económicos que desconocemos en su real dimensión, pero que ahora cobran estas vidas como lo hicieron también antes en los otros episodios de nuestra historia de desastres nacionales.

De estos impasses, está hecho el crecimiento, el desarrollo, nuestra patria que es paraíso de inversionistas. Para que lo vayamos sabiendo, éstas son las cifras oscuras con las que se hace el sueldo de Chile. Sepa entonces “Dios” -nuestro refugio ante la adversidad- retribuir el esfuerzo de estos hombres anónimos, para seguir construyendo las mismas desigualdades de siempre.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Esperanza Andina

















Por Karina Olivares

Era un bastión de lucha post dictadura. Un ícono en la defensa por los derechos humanos. Pero no lo supimos hasta que llegamos a trabajar ahí en 1997. Ese año ingresamos al campamento Esperanza Andina en lo que sería nuestra práctica de trabajo social comunitario. Y nos quedamos dos años. Un tiempo suficiente para conocer por dentro este histórico asentamiento humano que estaba al finalizar Av. Grecia, en los faldeos precordilleranos de Peñalolén, Chile.

Difícil es sintetizar lo que fue este espacio poblacional. Lo que aprendí. Lo que vi. Y lo que años después intento describir. Porque hoy esta historia es parte de un rescate cultural necesario, pero pocas veces valorado por aquellos que se encargan de escribir las historias oficiales.

Esperanza Andina es una historia abierta que empieza a escribirse el Otoño de 1992, cuando 842 familias y 4000 pobladores, organizados en la Coordinadora de Allegados de Peñalolén, se toman un terreno de 14 hectáreas, dando inicio a este proceso de conformación poblacional único en Latinoamérica.

Un movimiento pro vivienda cuyo objetivo fue mostrar la miseria que se escondía (y esconde) en los patios traseros de muchas casas y colocar la situación de los allegados en el debate de un país que aún celebraba el advenimiento de la democracia.

Se trata de miles de personas, familias completas que motivadas por el agobio del allegamiento, situaciones de arrendamientos precarios, hacinamiento y/o problemáticas psicosociales, levantan improvisadas viviendas en sitios baldíos no urbanizados de las grandes ciudades.

Un fenómeno que se inicia fuertemente en Chile con las oleadas de migrantes desde el campo a la ciudad de los años 40 y 50, que termina consolidándose en las décadas posteriores, con la expansión y crecimiento horizontal de las ciudades. Dejando a quienes tienen menos ubicados en las zonas periféricas de las grandes capitales.

A medida que la población aumentó, por efecto lógico, crecieron también las “poblaciones callampas” llamadas así por la tendencia a hacerse más evidentes en épocas de invierno. También son llamados “campamentos” o en su denominación técnica “asentamientos humanos”.

¿Pero por qué luchar por este derecho humano? ¿Por qué Esperanza Andina de Peñalolén se convierte en ícono reivindicativo, logrando reunir a tantos miles de personas?

Es una pregunta interesante, porque la vivienda es por cierto, un derecho humano sinérgico que dado de manera adecuada, refuerza considerablemente la posibilidad del disfrute de otros derechos. Por ejemplo, el carácter adecuado de la vivienda y otras condiciones de vida se halla en estrecha relación con la posibilidad de disfrutar del derecho a la higiene ambiental y a un nivel más alto de salud física y mental.

En este sentido, la OMS ha señalado que la vivienda es el factor ambiental con más influencia sobre las condiciones de enfermedad, mortalidad y morbilidad. Y aquello no es poco, por cuanto se configura como un motivo de peso para plantearse con la fuerza que lo hicieron estos chilenos a inicios de la década del 90.

Pero también el lugar elegido por estas familias no fue al azar: Peñalolén ha sido históricamente una comuna receptora de una gran cantidad de población pobre, etnia mapuche, migrantes campo-ciudad, etc. por tanto posee un sello distintivo que aumenta el malestar social, si este no es conducido positivamente.

En este contexto, las llamadas operaciones “tomas de terreno” desde los años 60 en adelante, fueron mecanismos que permitieron a las familias de extrema pobreza acceder a sitios que posteriormente urbanizaron, pero que mantuvieron su esencia de precariedad material y los rasgos socioeconómicos de su población.

De estas operaciones nacen por ejemplo, poblaciones emblemáticas como La Faena o Lo Hermida. Pero el crecimiento explosivo de esta comuna genera con los años la demanda de suelos precordilleranos por las familias de clase media o alta no residentes, lo cual genera la carencia de terrenos para que la población pobre pueda acceder a viviendas al interior de la misma comuna, donde poseen sus redes sociales.

La agitación social que genera esta situación y la ausencia de soluciones equitativas por parte de las autoridades de vivienda en ese entonces, habría facilitado el estallido de la primera gran toma de terrenos post dictadura, acontecida el 19 de Junio de 1992.

De madrugada, tras una estricta y cerrada organización, con niños, miles de familias se ubicaron en aquellos terrenos. Fueron disueltos por las fuerzas policiales, instados a dejar el lugar. Pero siempre el objetivo primordial estaba primero.

Hubo también fuertes lluvias. Vino el invierno. Muchos pobladores enfermaron por efecto de la humedad y el frío. Pero todo se mantuvo inamovible. Con el paso de los días el polietileno de las carpas, fue reemplazado por planchas de madera, agrupándose luego cientos de mediaguas.

Allí fue clave la férrea organización y la capacidad de los lideres para traspasar una visión y compartirla, porque como en toda gran empresa, no solo importaba que todos tuvieran una necesidad común, sino que el asunto era como se hacía para organizar esa necesidad y llevarla a la práctica en soluciones concretas.

Por ejemplo: en Esperanza Andina se reclutaron los talentos de cada poblador, en un lugar donde lo que más abundaba eran obreros de la construcción desempleados. Ellos y sus mujeres, sentaron las bases de la urbanización del campamento.

Cada una de las especialidades fueron puestas al servicio de este bien común que era poner en marcha esta emergente población. Y las mujeres trabajaron por cierto codo a codo con los hombres en extenuantes jornadas de trabajo que abarcaron días y noches sin parar.

Pero también hubo allí prácticas extraordinarias para el análisis del trabajo social. El abordaje de las problemáticas sociales al interior del campamento fue una de ellas.

En Esperanza Andina eran penados con expulsión las prácticas de violencia intrafamiliar, robo, tráfico o consumo de drogas, alcoholismo. Todos los casos eran llevados a una especie de tribunal vecinal que evaluaba las situaciones más complejas acontecidas en el seno de las familias residentes. De encontrarse un caso se procedía a la inmediata expulsión. Y la expulsión de una familia era irse a la nada, fuera de las fronteras del campamento.

Por cierto que la singularidad de Esperanza Andina podía ser cuestionable al ojo de un visitante, pero al interior se podía verificar la existencia de cierto orden y paz social que hacía posible la práctica de múltiples otras formas de intervención. Aunque destacaba un liderazgo reservado y cauto por parte de los dirigentes, siempre desconfiados de todo elemento externo que ingresara.

En nuestro caso trabajamos promocionando la participación de jóvenes y con mujeres emprendedoras, siendo apoyados por la Corporación Comparte y los docentes de la Universidad Silva Henríquez. Pero siempre faltaba mucho apoyo, había demasiadas carencias y todo por hacer.

Por tratarse de un asentamiento no autorizado, carecía principalmente del apoyo estatal en lo referente a programas sociales destinados a la extrema pobreza. Allí los agentes del municipio no ingresaban formalmente.

Pero aún dentro del campamento, me cuestioné muchas veces cómo intervenir a los jóvenes. Recuerdo que mi profesor Eusebio Nájera me dio luces para este trabajo: los jóvenes, decía, van a ser lo que hacen y lo que hacemos juntos. Absténganse de usar categorías con ellos pues todo intento por definirlos es vano, por cuanto se trata de un segmento siempre cambiante. Finalmente hicimos un proyecto basado en asesorías técnicas a lo emergente y capacitación en la acción, en el vínculo, que requirió flexibilidad, empatía y respeto por las dinámicas, o no dinámicas, internas del grupo.

La toma llevaba años allí cuando llegamos. Creció y se consolidó como espacio poblacional. Pero el tema presente y siempre conflictivo fue sin duda como lograban establecerse formalmente y convertirse en propietarios de los terrenos. Pero la dueña, una dama muy poco respetable en cuanto a palabra empeñada, jamás llegaba a acuerdos serios con los dirigentes. Siempre quería más plata. Un día cerraba el trato y al otro día el acuerdo no tenía validez, era una historia de nunca acabar.

Cansados de esta rutina de abusos, los pobladores optaron por una solución definitiva y radical. Tras una huelga de hambre que casi le cuesta la vida al máximo dirigente, decidieron caminar desde Esperanza Andina en Peñalolén hasta el Congreso Nacional en Valparaíso. Una caravana con plazo de dos días para llegar al Parlamento y exigir que el Gobierno expropiara los terrenos, poniendo fin a las especulaciones de la dueña.

Y se fueron caminando en lo que sería una verdadera hazaña épica. Caminaron sin parar: hombres, mujeres, jóvenes, niños y adultos mayores. Miles de personas con un mismo objetivo: lograr hacer ver al país completo la miseria de los patios traseros que no podía seguir siendo escondida. La desigualdad. La falta de ética al diseñar quien vive donde y con quienes.

Y la medida tuvo sus frutos cuando el Estado de Chile finalmente expropia las hectáreas en cuestión, fijando un precio adecuado y realista, de acuerdo al ahorro riguroso que cada familia poseía.

Cuando dejamos la toma el fin de esta historia aún no acontecía, me parece que aquello sucedió uno o dos años después (1999 o 2000). No vimos por tanto las casas nuevas, la alegría interminable del sueño cumplido, la fiesta de celebración o el recuerdo sentido de aquellos pobladores que se fueron sin ver como, tantas luchas y sufrimientos, habían dado sus frutos.

Una tarde dejamos Esperanza Andina llevándonos en la mochila cientos de recuerdos, caras de pobladores e incluso nuestra Tesis de Grado para Optar al título. Todo eso nos regaló este sueño cumplido. Una esperanza a los pies de la Cordillera de los Andes.

lunes, 27 de abril de 2009

Los niños mosca





















LOS NIÑOS MOSCA


Por Karina Olivares

...Si hay niños como Luchín, que comen tierra y gusanos,
abramos todas las jaulas pa' que vuelen como pájaros.


Desarticulado ya el Chile soñado hace décadas atrás, nos queda este, un país trizado, hondamente fisurado y donde la única religión es el consumo como fachada exitista. Un mosaico con historias antiguas sobre lo que fuimos o pudimos ser. Una estatua de sal que es modelo internacional de impunidad y paraíso de inversionistas.

Un Chile excesivo que pende de un hilo, especialmente ahora que nos encontramos atravesando un límite como humanidad. Un límite que muchos no conocían pero que se hace palpable en las conversaciones improvisadas de la calle, en los noticieros o en las crónicas urbanas que los escritores e intelectuales leen y traducen para nosotros.

Una realidad que nos debe hacer pensar hacia donde vamos y qué queremos conservar de aquí en adelante. Qué tipo de ciudadanos queremos ser: el ciudadano “creditcard” (concepto acuñado por Tomas Moullian) endeudado, consumista, que se integra socialmente a través de la tarjeta de crédito y sus garantías. O el ciudadano conciente de que ya no tendremos más oportunidades para cambiar de rumbo, tras una comprensión de que el sistema actual, que hace aguas por todos lados se encuentra agotado.

Porque esta llamada crisis internacional nos debe dejar eso: el desafío de preguntarnos qué seremos de aquí en adelante como sociedad, “qué” de todo este caos político, económico y social dejamos para andar más livianos como globalizada humanidad que somos. En este, el inicio o fin de algo que no sabemos qué es.

Y un día pensando en las caídas que faltan, en los límites que como sociedad vamos a tener que pasar para cambiar y convertirnos en algo mejor, veo en TV un reportaje titulado "Los niños mosca". Un titulo desde ya estremecedor, que me dejó unos minutos más en la pantalla plana. A la cual por cierto recomiendo por salud mental, no exponerse más de cinco minutos al día.

Me impactaron las imágenes y pensé que sería interesante reflejar en este reportaje, la vivencia de los Derechos Humanos hoy. En plena crisis. En este país agotado de farándula y consumo irrefrenable, donde aparecen los llamados “niños mosca”, pequeños chilenos que se alimentan de los desechos que cuelgan de los camiones recolectores de basura.

Sectores completos, ubicados en la periferia de Santiago –Renca o Quilicura- utilizados como vertederos (elegantemente llamados “Estaciones de Transferencia”) donde va a dar lo que bota la ola del Chile actual. Y ahí, precisamente, se mueve una innumerable cantidad de gente que vive de este, su único sustento: la basura.

Y no se trata solo del cartonero, ese típico personaje nocturno, camuflado en las calles, que hace un trabajo hormiga excepcional reciclando el papel que las grandes empresas botan sin cesar. Se trata de gente que pulula en las entradas de estos recintos basureros para lograr rescatar lo que sea para echarle a la olla: un tarro de conservas cuyo concho sucio resulta un manjar; un paquete de cecinas vencido que se lanza al tacho proveniente del refrigerador 5 puertas en La Dehesa; las sobras de una comida con amigos, en fin.

Todo eso sirve para el desayuno-almuerzo-once, que podría ser este desecho humano. Vamos echándole si se trata de sobrevivir, de ganarle un día al hambre, a la miseria, a las ganas de salir como sea de la angustia existencial que nace en la boca del estomago.

Dicen que con la crisis económica se han incrementado las familias que viven de este oficio. Que a las puertas de estos recintos acuden niños, mamás con bebés en brazos, abuelitas alcanzando apenas a sostener al nieto puntilloso que quiere alcanzar algo. Porque los niños son tan inquietos dicen ellas.

Y vamos subiendo y bajando de los camiones en movimiento. Niños, adolescentes. Adultos fogueados en el asalto a camiones comentan que mensualmente pueden generar cien mil pesos recolectando fierros, pero que poco a poco han visto como la población aumenta, no para vender, sino para simplemente sobrevivir, hurgando entre la basura y las bolsas.

Y allá lejos se ve al narco que espera con paciencia el cansancio del niño que pronto se hará adolescente experto en el rubro, para reclutarlo como soldado de la milicia blanca. Porque después de todo, vender y traficar, será más rentable, indudablemente más rentable, que asaltar camiones de basura en movimiento al ingreso de las estaciones de transferencia.

Familias completas husmean en la basura. ¿Y qué puede hacer la autoridad competente? Nada. Porque a este nivel los derechos humanos no existen. Son una figura lejana, absurda, fuera de toda ley en la calle. En esa selva que es la calle, la pobla y la basura que es el alimento y las monedas para vivir.

Porque todo objeto de culto proveniente de esta cultura del desecho sirve para exponerlo después en la reventa de las poblaciones trabajando como “colero” allí donde termina la feria de abastos. Un oficio extendido que no requiere educación, horarios, papeles de antecedentes, ni nada. El único trabajo al que pueden aspirar muchos chilenos para sacar adelante el día. Un hoy permanentemente angustioso y sin futuro.

Y allí mismo debajo de todo del basural: un niño. Un niño cualquiera. Un Luchín, como diría Víctor Jara. Aprendiendo este oficio sin arte que sus padres y abuelos le están transmitiendo en la vivencia. Sabiendo exactamente cuanto vale en el mercado de la vereda pobla una polera rota, unas zapatillas recorridas, la escultura a mal traer o un trozo de alambre. Un oficio precoz que aprenderá rápido y que deja a la escuela básica como una opción absurda en medio de la vorágine del día hambriento y desolado trabajando como mosca. En medio de la basura. Que es también este Chile sin derechos ni protección, allí en medio de la nada.

lunes, 20 de abril de 2009

En Punta Peuco falta uno















EN PUNTA PEUCO FALTA UNO


Por Karina Olivares

Y sucedió lo impensado. Se había hecho justicia. Pero no en Chile. No. En Londres un 16 de octubre de 1998.

Ahí estaba el caballero. En Europa.

Porque haciendo caso omiso a las advertencias de sus asesores, se había mandado cambiar creyendo que contaba con la venia del gobierno ingles a causa de un tecito muy fifí que se había tomado con su amiga Margaret Thatcher meses antes.

Pero Amnistía Internacional lo tenía entre ceja y ceja por una querella en su contra desde 1995. “Una más” pensó (siesque) y viajó. No quiso operarse en Chile una afección crónica de espalda y se fue a instalar cual Rock Star a la ya celebre The Clinic Londinense.

Fue ahí donde a Augusto José Ramón lo pilló una notificación de arresto. Muy lejos de Chile y en ingles más encima. Confuso idioma que no manejaba: "Está usted detenido, todo lo que diga puede ser usado en su contra" le dijo el policía Scotland Yard, mientras escuchaba aterrado y haciéndose el de las chacras.

A pocos minutos de producirse el hecho, ya todo el orbe estaba enterado. Y acá en Chile se montó una fiesta nacional de aquellas. Y fuimos muchos los que estuvimos en alguno de aquellos centros de celebración: en la "Fiesta por la Justicia" del Parque O’Higgins o una de las tantas marchas que partieron en Plaza Italia. Ese centro neurálgico donde se viven las más altas alegrías y donde flamean las más orgullosas banderas chilenas.

Porque no solo triunfos deportivos tiene Chile, aunque escasos. Sino también este, inédito: el haber sido testigos del arresto de Pinochet aquella gloriosa primavera. Todo un evento nacional que ayudó a entibiar las alicaídas pasiones de los chilenos a finales de la década del 90.

Mención aparte merece nuestro héroe nacional de antaño: Baltazar Garzón, una especie de caballero justiciero y valeroso. Todo un ídolo. Quien rápidamente redactó una orden de detención por terrorismo, genocidio y torturas apenas supo que’l perla estaba en la capital inglesa. Ni tonto ni perezoso. Aunque era español, se sabe. Pero se le perdona todo.

Recuerdo a Chile todo revolucionado, algo así como “la alegría llegó”, expectante. También a nuestra derecha política con las maletas listas para encadenar en las puertas de la clínica algún facho de turno, incluso hubo uno ofreciendo huelga de hambre si no le entregaban a su papi.

“Se trata de un senador de la República” decían. Y senador vitalicio más encima. Una sentencia a perpetuidad que nos cedió la Constitución del 80, un escaño en el reconstituido Parlamento, hecho a la medida para ocupar los ociosos días del caballero, tras jubilarse de dictador.

Hubieron múltiples llamados públicos a protestar por lo que se entendía una “intromisión en los asuntos internos del país”. Y les hicimos caso: salimos a las calles. Pero salimos a bailar en rondas y a festejar, a abrazarnos como buenos compatriotas. Porque la justicia no era entonces un bien ajeno para nosotros. Era palpable. Y la vivenciamos a concho en las calles.

Recuerdo que nos tomamos Alameda y caminamos en una caravana extensa y festiva con multicolores carteles que versaban toda clase de frases alusivas al momento: “¡Garzón, déjalo allá!” “Mal Bicho” “En Punta Peuco falta uno” y tantos más.

Queríamos fervientemente que se fuera a acompañar a sus compadres Pedro Espinoza y Manuel Contreras en la Cárcel especial de Punta Peuco, aquel penal VIP que de “penal” tiene bien poco. Por eso faltaba uno, el más importante. El jefe.

Pero Chile debo decir, es un bolero de principio a fin. Lo corroe un sino fatídico, con finales inesperados y tormentosos. Porque solo 503 días alcanzó a estar en Londres. La ultra derecha lo salvó a último minuto por sus favores concedidos en el pasado y tras una gestión del Ministro del Interior británico, Jack Straw, fue liberado finalmente “por razones humanitarias”. Paradojalmente la única razón que teníamos para meterlo preso. Pero el sino trágico nos persigue.

El episodio The Clinic, terminó sumando un centenar de querellas por violaciones a los derechos humanos en Chile, cosa inédita en el ocaso impune de su vejez. Un ex dictador abatido por la evidencia, con la certeza de que ya nunca más iba a moverse de Chile con la libertad e inmunidad que pretendió tener. Con una senaduría vitalicia con escasas posibilidades de retorno al Parlamento. Y con nosotros los chilenos aún preguntándonos porqué nunca en Chile pudo ser tocado por la Justicia, pese al extenso y unánime clamor nacional de aquellos tiempos.

lunes, 13 de abril de 2009

Las armas al pozo












LAS ARMAS AL POZO

Por Karina Olivares

El 11 de Septiembre de 1973, quizás sea el día que contenga más historias individuales y colectivas. Historias para olvidar, pero historias que quedaron guardadas a fuego. Pasajes de vida personales de aquellos que tuvieron la suerte o el infortunio de haber estado presenciando aquellos hechos.

Ese día marca sin duda alguna un antes y un después en nuestro paisaje nacional. Porque terminó por dividir lo trizado. Porque terminó con un sueño colectivo de patria que se llamaba Unidad Popular. Y porque después de ese día nadie quedó indiferente, incluso nosotros que no nacíamos aún por aquellos días.

La historia que paso a relatar, me la cuenta mi padre. Hoy con 53 años, cinco nietos y una vida vivida intensamente. El día del golpe era un adolescente bordeando la mayoría de edad, estaba casado y ya era padre de mi hermano mayor, en ese entonces de tres meses.

Tuvo que hacerse grande rápidamente. Entonces mi abuelo, un fogueado constructor civil de la CORVI, lo destinó como jefe en una de las construcciones del emergente Santiago de la Unidad Popular. Una gran obra con más de mil hombres en el sector de la hoy Av. La Florida en Santiago.

Dirigía un pequeño grupo de obreros y como supervisor estaba a cargo de los materiales, pago de remuneraciones, etc. Ese día, arriba de un vehiculo camino de su lugar de trabajo, escuchó los primeros comunicados que anunciaban el Golpe Militar. Aún así llegó hasta la obra, como toda la gente que allí laboraba.

Esa mañana Chile se detuvo y quienes lo vivieron recuerdan con vivos detalles cada uno de los hechos acontecidos. Cada detalle ahora es una pequeña joya en el anecdotario personal y colectivo de este Chile que carga con esta historia que configura nuestra alma nacional.

Mi padre recuerda que a eso de las 10 de la mañana hubo una gran reunión en el casino para definir los caminos a seguir tras el Golpe perpetrado en las primeras horas de la mañana. Desde la dirigencia la orden fue ubicar camiones en la entrada del recinto para evitar el ingreso de los militares insurrectos y resistir al interior de la obra. Pero el peso de la historia fue mayor y a las 11 hrs. los mismos dirigentes que llamaron a resistir habían uno a uno desaparecido, alertados por el inminente riesgo que corrían.

Los medios de comunicación que usó la Junta Militar fueron los llamados Bandos, informativos del terror que se tomaron a fuego las antenas de las emisoras radiales.

En medio del caos y la incertidumbre, uno de aquellos bandos, informaba la obligación de entregar de inmediato todas aquellas armas que la población tuviese en su poder. Solo las fuerzas militares podían hacer eso de ellas. Romper esta prohibición podría costar la vida para los civiles.

Fue entonces cuando el jefe máximo de la obra le encarga a mi padre hacer desaparecer dos armas, dos revólveres que manejaba el guardia del recinto. Le ordena hacer una mezcla de cemento y cubrirlas con este material de construcción, para evitarse el riesgo que imponía entregarlas a las fuerzas militares.

Con las pequeñas armas en su poder, mi padre a su vez le pide a uno de sus subalternos que se encargue de esta operación. Sin embargo y como todo buen chileno en su afán de “sacarle el cuerpo a la jeringa” este se ofrece a llevarlas hasta un pozo séptico cercano al lugar para lanzarlas ahí mismo.

Nunca más se supo de las pequeñas armas. Una solución a la chilena que le dio a las armas un descanso obligatorio al fondo del pozo.

Ese día el toque de queda comenzó temprano. A las 15.00 horas ya nadie podía transitar por las calles de Santiago. Mi padre sin embargo, dejó su trabajo en la obra a las 14.00 hrs. y me cuenta que caminó por más de tres horas bordeando Américo Vespucio hasta llegar a su casa en la Rotonda Grecia. Al parecer, su figura desgarbada fue invisible para camiones militares y Hooker Hunters que surcaban el cielo azul y rojo ese día.

Dos días después volvió a la obra. Sin embargo, todo había sido paralizado por orden del nuevo régimen político. Prohibición absoluta para todo tipo de reunión pública, bajo pena de arresto. Las obras se detuvieron a lo largo de todo Chile y la Corporación de la Vivienda (CORVI) pasó a manos de un Gobierno que nunca más invirtió en viviendas de buena calidad. Sistema que rige por cierto hasta hoy.

De los dirigentes políticos que lideraban a los trabajadores de la construcción, nunca más se supo. Muchos de ellos, ese mismo día 11 se esfumaron alertados del riesgo que corrían, pasaron a la clandestinidad, se asilaron en las embajadas primer mundistas o simplemente fueron desaparecidos.

Nadie más recordó esta historia de las armas hasta casi dos años después. Cierto día mi padre fue alertado sobre la presencia de detectives que lo buscaban. Citación en mano para concurrir a declarar ante la Justicia militar por la desaparición de armas que según constaba, se encontraban en su poder. No acudió como era de esperar.

Ante la resistencia y tras un abrupto despertar en plena madrugada, fue llevado por fuerza ante un Juez militar que lo interrogó insistentemente. “Parece que usted no entiende, las armas ¡tienen! que aparecer” le decía. ¿Como decirle que el lugar donde estaban, era precisamente el mejor lugar donde podían estar?

Todos y cada uno de los que participaron ese día en aquella noble causa fueron citados ante la “justicia” militar. Uno a uno dieron su testimonio hasta dar con el “cabecilla” de la organización criminal, que supuestamente era mi padre.

Encontrar las armas era deber de Estado. Probablemente si las armas hubieran sido encementadas como decía la orden original, hubiera sido necesario derribar un edificio hasta dar con ellas. Pero la astucia del obrero chileno pudo más y según cuenta el final de esta historia, los militares debieron descender al fondo de este pozo séptico para rescatarlas. Deber de Estado que algún cabo raso cumplió en ese caótico Chile de 1973.

martes, 7 de abril de 2009

Sola en el Centro


SOLA EN EL CENTRO


Por Karina Olivares


Poéticamente hablando diría que Chile, mirado en retrospectiva, es esa increíble postal llena de colores, amores, sabores y territorios. En especial un país cargado de poetas, escritores y cantores de lo divino. Un Chile lleno de esa poesía que está en nuestra alma triste de campesinado extraviado en la capital. Ese que aún busca sus maletas en la Estación Central.


Con este gran influjo poético que deviene ancestralmente, he contado historias de ese Chile fraccionado hace casi cuatro décadas atrás. Un Chile dividido, con cientos y miles de compatriotas desaparecidos. Con historias contadas a medias tintas. Con secretos de familia, esa gran familia que somos los chilenos.


Pero también hablo de un Chile profundo, colmado de grandes personajes que caminan libres por sus calles, que le ponen esperanza y optimismo a esta bandera blanco azul y rojo. Que mirada de reojo parece siempre estar a media asta.


De nuestra historia no quiero el olvido en los ahogos faranduleros del Chile actual. No quiero el silencio y el vacío de una movida criolla enmascarada de barniz alegría. Y tampoco quiero olvidarme de los próceres vetados en los libros de la historia oficial. Aquellos próceres de la historia reciente que realmente importa.


Y era el año 1999. Aquella mañana me encontraba recorriendo el efervescente Centro de Santiago. Con 24 años mi paso algo cansino de estudiante recién graduada, se confundía con el ritmo apremiante del capitalino siempre urgido por esta casi institución chilensis que se llama trámite. Porque todo en Chile se tramita: los intereses colectivos, los proyectos e incluso las relaciones personales.


Y como si estuviese internamente a la espera de algo importante, de pronto, a lo lejos por calle Morandé veo una gran caravana. Banderas rojas, un gran cortejo, lento y ruidoso: “Compañera Sola Sierra Presente, Compañera Sola Sierra Presente, Ahora y siempre, Ahora y siempre” gritaba el extenso grupo de tanto en tanto.


Me acerqué acelerando el paso. Aceleré y aceleré. Estaba sucediendo algo y sin duda era el motivo y el porqué estaba allí ese día.Con orgullo y cierta timidez, me incorporo sin pensar al ilustrísimo cortejo.


La caravana acompañaba los restos mortales de Sola Sierra. Mi prócer personal. Aquella mujer de curioso nombre, que su padre bautizó al ver que, sin necesidad de partera, la madre la había traído al mundo “solita”, según cuenta su extensa biografía.


Sentía muy en lo profundo aquella situación. Se había ido Sola. Mujer, Familiar, dirigente, oradora, bailarina en aquellas cuecas solas… Entonces seguí al grupo caminando silenciosa, sin conocer a nadie. Y tras algunas miradas suspicaces a poco andar ya estaba acompañándola, aunque núnca la conocí. No estaba a su altura.


A pocas cuadras el orgullo me brotó por los poros, reflotando en mí ese sentimiento de clase obrera, de donde provienen mis abuelos tan queridos y por ende mis padres. Sentí la integración de saber que esa caravana me pertenecía, que la celebración y la tristeza, juntas, eran parte de una misma escena patriotica e inolvidable.


Se había ido Sola sin saber donde estaban los tantos familiares, hechos suyos también, a cuya cabeza representó en la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos. Su esposo era el motivo, pero su razón de ser era la Justicia y la Verdad sin retoques ni negociaciones hechas entre gallos y medianoche. Ya una costumbre en este Chile de transición y sus deslavados gobiernos de centro derecha.


Nos quedaba acompañarla, seguirla, no solo ese día en las céntricas calles que vieron el Golpe Militar, sino en la vida, en la propia vida y su particular naturaleza. Porque no habrá otra Sola que se le parezca. Solo quedamos nosotros, más solos desde ese día, sin ella.

jueves, 2 de abril de 2009

LOS MUROS DEL COLEGIO

“Colegio e invierno son dos hemisferios, una sola manzana fría y larga, pero bajo las salas descubrimos subterráneos poblados de fantasmas y en el secreto mundo caminamos, con respeto” (Neruda, Memorial Isla Negra)

Colegiarse o no, he ahí el dilema. Que a estas alturas no sería un dilema sino una opción, dirían algunos. Colegiarse… aquella inscripción virtuosa, pecuniaria, rebosante de orgullo para el recién egresado. Esa firma que es algo más que eso: es adherencia, participación social, ingresar a la historia de un Colegio que guarda en sus paredes esos valores de la carrera que me inspiran cuando escucho, atiendo y movilizo redes. Porque ser trabajador social es eso y mucho más. Aunque para mí siempre fue un paso más, en lo previsible que era mi vocación de servicio. Que aún mantengo, más aún ahora. En los tiempos que corren.

El Colegio de Asistentes Sociales está en pleno centro de Santiago. Calle Dieciocho Nº 145. Y es asombroso internarse en esos libros de registro, ver rostros, historias, aquellas capas impenetrables que hacían de la Asistente Social o “visitadora” un personaje temido, distante, con ese halo de poder dominante que con el paso de los años se suavizó al fragor de los cambios político sociales en Chile.

El Colegio es un piso con un cuantuay para echar a volar la imaginación de alguien como yo: si habrá ejercido, si estuvo en el golpe, si la torturaron, si era de derecha, si fue parte del proceso de reconceptualización. En fin, si ese rostro de colega hizo su aporte… Me sentaría en esa sala horas de horas imaginando respuestas posibles a las vidas colegiadas.

Y ese día compartiendo una de aquellas reuniones con la Red Humanista de Trabajo Social, observo cómo las paredes estaban tan pobladas. Tan llenas de colegas muertos en dictadura. ¡Pero cómo era posible tal mausoleo en pleno centro de la capital! En cada salón un nombre daba la bienvenida y de alguna manera también, cerraba la puerta. En cada pasillo esas caras. Tampoco habían partido y en todo momento mirando. No pude alejar mi vista de esas fotos. Hasta aquí había llegado el horror, también. Comprendí que hay algo inconcluso en el Colegio, una falta, un largo duelo.




Y estar ahí para mí era como sentarme a escuchar. A revivir los cómo y los porqué. Tristes padecimientos. Largas esperas. Tanto guardaban esas murallas. Entonces ahí, en medio de la silenciosa conversación, me preguntaba cómo era que nadie se daba cuenta. Desaparecía también en aquellas charlas improvisadas y de súbito volvía a escuchar a mis colegas en dicha reunión. Una de estas historias es la de Cecilia Labrín: muchos años antes su nombre había llegado hasta mí por estas corrientes misteriosas que rigen las co-incidencias. Mi jefa, Rosalinda, en mi primer trabajo remunerado como asistente social, había sido muy cercana a ella, su amiga y compañera en la Universidad de Chile. Hablaba mucho de ella. Cecilia había sido llevada desde su casa, en presencia de sus hermanas y madre, por agentes de seguridad del régimen. En ese entonces tenía 25 años y tres meses de embarazo. Este último dato no fue ajeno a otras historias de secuestros. A Cecilia aún su madre la busca. Aún rememora con los estudiantes que visitan su casa, aquel espíritu de servicio, su inquebrantable voluntad. Su optimismo y compromiso. Como muchas asistentes sociales también conoció la experiencia de “meter las patas al barro” en sus visitas domiciliarias. Un dicho que grafica ese involucrarse en lo profundo de las experiencias humanas, como acudir por ejemplo a la casa del usuario: ese santuario o infierno donde se forjan las personas, donde se viven las alegrías o los horrores más grandes. Donde queda impreso el quien y como soy. En cada visita respiramos la pobreza y cuales magos-chamanes la exhalamos nuevamente reconvertida en algo mejor, más vivible. Porque nuestra presencia algo en lo profundo mueve o transforma. Yo digo que quién no haya bebido de esta copa, no habrá conocido nunca el alma de esta carrera. Una carrera que reúne a gente como Cecilia Labrín y como tantos que he conocido estando en el barro y también en otras esferas sociales, con ministros de Mideplan y con otros tantos más.

Ahora mi orgullo es saber que a pesar de toda la muerte a cuestas y el horror que descubro al abrir estas historias, la vida prosigue en otra instancia. Plena. Incólume. Inquebrantable. La vida que veo en esos ojos. Las manos del trabajo duro. La transformación. Los quehaceres. Y mis tantos amigos que comparten conmigo esta pasión.

UN TRAJE A LA MEDIDA

“Estas murallas que ocultaron la muerte y la tortura, hoy tendrán signos de vida…”
(P. José Aldunate)

Yo no sé en qué momento me involucré en esta historia. Habrán sido esas fotografías en la peña aquella, no lo sé.

Siempre buscando el detalle que me atrajera hasta allá. Siempre conectada con no sé qué línea que casi siempre me llevaba hasta ese lugar. Sabía que algo se celebraba. Que había que ir. Que se cumplía un aniversario más de los tantos acontecimientos ocurridos allí.

Pero no fue hasta bastante tiempo después y ya con valentía que decidí asomarme. Campo de concentración para los dolidos. Parque por la Paz, para la democracia: Villa Grimaldi siempre ha estado en mi corazón. Tengo una vía directa que me une a este lugar y con el tiempo he ido comprendiendo que así no más debe ser.

Ese primer día de visita rememoré presentes y pasados. El dolor, las historias, las idas y venidas de los camiones militares. La Torre me impresionó. El parque, a pesar de todo con esa vida refulgurante. Las huellas de los calabozos, indelebles en mi mente. Nunca fue tan necesario ir al lugar como ese día. Lo sentía. Pero estaba allí como un acto de extrema valentía sin saber lo que podía conectar, sin temor a escuchar aquellas voces que resuenan a veces en mi mente. En los tejidos sensitivos de mi mente que es también mi corazón.

Las voces de aquellos que fueron llevados hasta allá. Sus últimas horas. Esa vista panorámica, como en fotos seguidas que se viene a la cabeza cuando se siente la muerte cercana, tan cercana como en Grimaldi. La tortura y el pasaje hacia el otro lado. Los que traspasaron el velo de la muerte ahí mismo. O los que habiendo sido sometidos a lo indecible fueron llevados aún más lejos, al mar, conectados a rieles para tocar el fondo pacífico, oscuro y entrañable. Ese mar que tranquilo nos baña.

Ese día sabía que iba a encontrarte, que tenías listo el traje para nuestro encuentro y nuestras conversaciones. Quién eras, qué sentías, cómo había sido que habías llegado hasta allá. El sastre veinteañero, con un traje impecable, venía nuevamente a decirme que nunca se había ido de la Villa. Que él, así como muchos otros, se encontraba en una especie de bardo, a la espera del pasaje final hacia otro lugar. Que su tiempo y espacio eran distintos a “nuestro” espacio tiempo. Y lo más hermoso de todo: que cada semilla plantada, germinaría en su momento, porque cada vida es una semilla que da sus frutos indefectiblemente de acuerdo a los actos y pensamientos de cada cual.

¿Pero quién era él? Hasta ese momento no sabía que Miguel Ángel Sandoval Rodríguez, sastre de oficio, detenido desaparecido, era a esas alturas un ícono de la lucha por los Derechos Humanos. Aquella lucha casi perdida por saber dónde estaban y qué ha sido la gran deuda de todos y cada uno de los gobiernos post dictadura.

Desde la desaparición de Miguel Ángel en 1975, tuvieron que pasar largos 30 años para que el ex agente de la DINA Manuel Contreras, fuera notificado de su condena a 12 años por su secuestro calificado. Histórico. Se trataba del primer fallo en que la Corte Suprema de Chile se pronunciaba sobre el secuestro calificado, ratificando las condenas y descartando la ley de amnistía. De esta forma se confirmaba que el secuestro, como delito de lesa humanidad, que no se interrumpe hasta que aparezca la víctima o al menos, sus restos.

Los captores de Miguel Ángel y en lo sucesivo, de todos aquellos que se encuentran en su misma situación, no pueden ser amnistiados, ni menos, los delitos prescritos. Un célebre e inspirador titular exclamaba por esos días que Miguel Ángel Sandoval Rodríguez, les había hecho un traje a la medida a sus captores. Y así no más fue.

Tras ese primer encuentro en Grimaldi, te busqué también como uno de tus familiares. Largas horas investigando sobre esta particular historia. También como los tuyos, guardé tu retrato y lo mantuve hasta hace poco entre mis cosas más significativas. Extraño era verte ahí sobre un aparador, pero cierto orgullo necesario en mi conciencia me decía lo importante que era que estuvieras.



Tu fotografía era un recordatorio para la parte de responsabilidad moral que nos queda a todos en esta historia y en aquella que construiremos en lo sucesivo, como semillas agitadas por el viento de la vida. Ahora, pasados los años, hago esta crónica porque entre todo, habiendo pasado tanta agua bajo el puente, ambos estamos en paz con aquello indescriptible que nos une. En la Villa, en la Vida y en todas nuestras verdades compartidas.

Parque por la Paz Villa Grimaldi. Av. José Arrieta 8401 Peñalolén, Santiago, Chile.

LA PEÑA DE LOS QUE SE FUERON

Corrían los agitados años 80 en Santiago de Chile, entonces era una niña casi dejando de serlo, despierta, con los ojos abiertos, enormes, buscando quién sabe qué cosas a mi alrededor.

En ese entonces entrada ya en la adolescencia, mis preguntas palpitaban y rugían en mi interior: los colores, los amores, las dinámicas del tiempo y del espacio, todo inserto dentro de una misma cabeza y un mismo corazón. Estaba abierta a todo mi mundo elegido con tanta valentía.

Parecía estar donde yo misma había pedido, sin saberlo claro. Palpitaba en mí cierto orgullo de clase, conocía esa vida poblacional, encantadora, difícil, extensa en vecindario y formas de vida. La casa de madera, el patio, los perros. Las familias entrando y saliendo por la puerta de mi casa. Entonces yo miraba solamente. Con mis ojos, la única forma de apropiarme de eso era observar y pensar, reflexionar. Absorber mi mundo elegido.

Era interesante ver el movimiento social que vibraba. Había que derrocar a quién sabe qué personaje, aunque bien delimitado, me parece que sólo era esa figura patriarcal y autoritaria del Gran Padre, personificada en el militar. Era una necesidad del pueblo, una necesidad de madurez: decir “ya no necesitamos padre” ahora estamos grandes. Había que derrocar el sistema. Era fascinante. Viví como niña-adolescente todo ese periodo que ya no vuelve. Entusiasmo. Hermandad. Esperanza. Hartazgo del sistema. Lucha. Cantos. Barricadas, la negrura de los alambres dispersos en la calle al despuntar el nuevo día.

En una de esas andanzas me encontré aquel día con esta imagen. Estaba junto a mis padres en una Peña del sector Sur de Santiago. La Peña era un motivo para reunirse, aunar esfuerzos y ser movimiento social. Allí se cantaba, se bebía vino navegado... tibio brebaje de mi patria, sabroso, dulzón.

El guitarreo, las sopaipillas fritas, las gentes andando de acá para allá. Yo entre medio. Era pequeña, tal vez no tanto. Entonces se me abre esta imagen. Una gran gigantografía con esos rostros uno a uno en blanco y negro. ¿DÓNDE ESTÁN? Quiénes decía yo. No me atreví a preguntar quién era toda esa gente, rostros de hombres y mujeres, adultos, jóvenes.



Dónde están: me quedó dando vueltas y ensombrecí de pronto. Me impresionó ver toda esa gente allí. Quién los había reunido, quién los había escondido. Qué se celebraba o lloraba esa tarde en la Peña. Me quedé pensando. Era enorme esa imagen, una pared completa. Había tanto por saber: cada rostro para mí era una historia sabrosa, dolorosa, como la vida misma. Cada expresión una parte de la biografía cortada, acotada hasta allí por quién sabe quién y en qué circunstancias.

Tras el asombro de la imagen, el aroma al vino y la fritanga me devolvieron a la fiesta de mi patria, la fiesta triste porque no se respondía la pregunta aquella. Los ebrios cantando sus verdades molestas y los jóvenes, haciendo improvisados mítines al calor de una mesa coja y sillas de colegio pobre.

La pregunta me iba a rondar siempre, crecí con la preguntita aquella sin tener arte ni parte. No tenía ningún familiar desaparecido por el régimen militar de Pinochet. Pero siempre se sabía que éste o aquel había sido detenido, relegado, expulsado del país. Vivir fuera, exiliado, era extraño, no se hablaba de eso. Esos parientes que nunca más volvieron viviendo en Alemania, Suecia o Australia.

Chile fraccionado en compatriotas dispersos por aquellos países del primer mundo. Recuerdo haber pensado cuan distinta hubiera sido mi historia si mis padres hubiesen aceptado dejar todo y partir en busca de la nada y el todo fuera de Chile. Pero nos quedamos aquí: por las mamás, las abuelitas, los primos, los tíos, qué se yo. Chile tiene algo indescriptible que es ese aroma a pan de marraqueta, a tardes de tecito –nuestras onces a eso de las seis de la tarde y que todo buen chileno no perdona-. Chile es un ancla tomada en cada corazón de aquellos que hemos nacido acá.

Pero en Chile había casi siempre un aire enrarecido en esos años cuando casi fallecía el gobierno militar. Cosas que no se hablaban, aunque la cuestión nos tocaba a todos. Éramos esa gran familia con algún detenido desaparecido. Todos envueltos en la misma pelea.

En ese entonces no comprendía por qué, extrañamente, me sentía parte de esta historia. Una extraña sensibilidad hacia ese mundo cargado de temas tabúes, de extraños pidiendo que las encontraran y aquellos familiares, esas personas sombrías, con la pregunta a cuestas en la solapa o con el cartel ¿Donde están? Mujeres, oscuras de tristeza y llanto enjugado, pero con alta dignidad, valientes.