jueves, 2 de abril de 2009

LOS MUROS DEL COLEGIO

“Colegio e invierno son dos hemisferios, una sola manzana fría y larga, pero bajo las salas descubrimos subterráneos poblados de fantasmas y en el secreto mundo caminamos, con respeto” (Neruda, Memorial Isla Negra)

Colegiarse o no, he ahí el dilema. Que a estas alturas no sería un dilema sino una opción, dirían algunos. Colegiarse… aquella inscripción virtuosa, pecuniaria, rebosante de orgullo para el recién egresado. Esa firma que es algo más que eso: es adherencia, participación social, ingresar a la historia de un Colegio que guarda en sus paredes esos valores de la carrera que me inspiran cuando escucho, atiendo y movilizo redes. Porque ser trabajador social es eso y mucho más. Aunque para mí siempre fue un paso más, en lo previsible que era mi vocación de servicio. Que aún mantengo, más aún ahora. En los tiempos que corren.

El Colegio de Asistentes Sociales está en pleno centro de Santiago. Calle Dieciocho Nº 145. Y es asombroso internarse en esos libros de registro, ver rostros, historias, aquellas capas impenetrables que hacían de la Asistente Social o “visitadora” un personaje temido, distante, con ese halo de poder dominante que con el paso de los años se suavizó al fragor de los cambios político sociales en Chile.

El Colegio es un piso con un cuantuay para echar a volar la imaginación de alguien como yo: si habrá ejercido, si estuvo en el golpe, si la torturaron, si era de derecha, si fue parte del proceso de reconceptualización. En fin, si ese rostro de colega hizo su aporte… Me sentaría en esa sala horas de horas imaginando respuestas posibles a las vidas colegiadas.

Y ese día compartiendo una de aquellas reuniones con la Red Humanista de Trabajo Social, observo cómo las paredes estaban tan pobladas. Tan llenas de colegas muertos en dictadura. ¡Pero cómo era posible tal mausoleo en pleno centro de la capital! En cada salón un nombre daba la bienvenida y de alguna manera también, cerraba la puerta. En cada pasillo esas caras. Tampoco habían partido y en todo momento mirando. No pude alejar mi vista de esas fotos. Hasta aquí había llegado el horror, también. Comprendí que hay algo inconcluso en el Colegio, una falta, un largo duelo.




Y estar ahí para mí era como sentarme a escuchar. A revivir los cómo y los porqué. Tristes padecimientos. Largas esperas. Tanto guardaban esas murallas. Entonces ahí, en medio de la silenciosa conversación, me preguntaba cómo era que nadie se daba cuenta. Desaparecía también en aquellas charlas improvisadas y de súbito volvía a escuchar a mis colegas en dicha reunión. Una de estas historias es la de Cecilia Labrín: muchos años antes su nombre había llegado hasta mí por estas corrientes misteriosas que rigen las co-incidencias. Mi jefa, Rosalinda, en mi primer trabajo remunerado como asistente social, había sido muy cercana a ella, su amiga y compañera en la Universidad de Chile. Hablaba mucho de ella. Cecilia había sido llevada desde su casa, en presencia de sus hermanas y madre, por agentes de seguridad del régimen. En ese entonces tenía 25 años y tres meses de embarazo. Este último dato no fue ajeno a otras historias de secuestros. A Cecilia aún su madre la busca. Aún rememora con los estudiantes que visitan su casa, aquel espíritu de servicio, su inquebrantable voluntad. Su optimismo y compromiso. Como muchas asistentes sociales también conoció la experiencia de “meter las patas al barro” en sus visitas domiciliarias. Un dicho que grafica ese involucrarse en lo profundo de las experiencias humanas, como acudir por ejemplo a la casa del usuario: ese santuario o infierno donde se forjan las personas, donde se viven las alegrías o los horrores más grandes. Donde queda impreso el quien y como soy. En cada visita respiramos la pobreza y cuales magos-chamanes la exhalamos nuevamente reconvertida en algo mejor, más vivible. Porque nuestra presencia algo en lo profundo mueve o transforma. Yo digo que quién no haya bebido de esta copa, no habrá conocido nunca el alma de esta carrera. Una carrera que reúne a gente como Cecilia Labrín y como tantos que he conocido estando en el barro y también en otras esferas sociales, con ministros de Mideplan y con otros tantos más.

Ahora mi orgullo es saber que a pesar de toda la muerte a cuestas y el horror que descubro al abrir estas historias, la vida prosigue en otra instancia. Plena. Incólume. Inquebrantable. La vida que veo en esos ojos. Las manos del trabajo duro. La transformación. Los quehaceres. Y mis tantos amigos que comparten conmigo esta pasión.

2 comentarios:

  1. Comentario por Daniel Perez Riquelme el abril 1, 2009 a las 1:52am

    Definitivamente, consagrada amiga mia, tus letras me hacen mirar por el espejo retrovisor e inspiran a avanzar y sacar la energia por el parabrisas hacia una realiadad de contruccion de este camino que vamos construyendo en este momento historico de avanzar con resolucion. Te envio un gran abrazo y agadecimiento por compartir tus letras.

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  2. Comentario por MARTHA COZ SAAVEDRA el abril 27, 2009 a las 12:29am
    Apenas recibí mi cartoncito partí a colegiarme,reuniones con la bolsa de trabajo,participación en las elecciones, reuniones con la comisión de ética, muchos recuerdo y esas enorrrrrrrrrrrrmes lámparas de cristales,cuando me afilié pensé en encontrarme con "viejitas apolilladas" , que más equivocada estaba....reiterando,un abrazo y agradecimiento a Karina.

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