martes, 23 de junio de 2009

Hospital Publico

Por Karina Olivares

“…No vuelvas nunca más al hospital.. son tus visitas, las que me hacen mal..
si son amigos, no quiero hablar, de cosas que amo y me hacen odiar”
(Pettinellis)

La alta arboleda me recibe en silencio. Los pasillos atestados de miedo e incertidumbre de otros como yo, se confunden este otoño con la premura del personal que me recibe. Pase caballero, apúrese: ¿Con quien viene?. Su nombre por favor. ¿Qué previsión tiene?. ¿Ninguna? Doctor!! Paciente Ficha Nº 3458.

A partir de ahora he sido rebautizado para ingresar al mundo hospitalario.

Un mundo gobernado por la medicina ortodoxa tradicional. Pulcro, de manos resecas por tanto antibacterial. Con accesos restringidos escritos en cada puerta. De gente vestida con colores de acuerdo a su estatus profesional. En fin, todo un mundo de códigos éticos ajenos a la gente común como yo, que de visita obligada, me ciño sin oponer resistencia.

Paciente Ficha Nº 3458 circulando por los pasillos. Paso los accesos restringidos. Esto es grave, me digo. El camillero conoce de memoria cada bifurcación del camino, cada bache, cada forado del derruido hospital. Ingreso. Me esperan allí mis compañeros de sala, con miradas melancólicas, perdidas, expectantes.

Al soltar de mi cuerpo el último ropaje, me desvisto de lo que alguna vez tuve. Quizás la suerte, la salud, cierta capacidad de opción que se llamaba libertad. Ahora me subo a la cama con la ropa del hospital. Es decir, no ropa, algo parecido a una tela fría con amarras, para dejar más libre el paso a mis oscultadores. ¿Qué tiene este caballero? –“no se sabe”- escucho.

Comienzo a conocer uno a uno a los miembros de esta especie de sociedad secreta. Paramédicos: técnicos de la salud perdida, de escalafón intermedio, con fuerte énfasis gremial, administrativos y tramitadores de la receta. A veces, amigos del pueblo.

Veo en los ojos de ella, el cansancio de una jornada larga con doble turno. Tampoco durmió. Me dice que su mayor satisfacción es esta especie de sintonía afectiva que mantiene con el paciente, que vendría siendo yo, entiendo. Hablamos algo de la vida, del día, del por qué estoy acá. Tras ganarse mi confianza, me asesta el primer golpe medicamentoso, que me deja aun mas perdido.

A mis pies un material escrito en arameo. Me dicen que es mi Ficha Clínica. Jamás llegaré a conocer el contenido y las implicancias de este valioso documento. Vamos anotando. Me miran, anotan. Ahora aparecen ellos. De chaqueta blanca. Uno viejo que ejerce de docente y cinco jóvenes que exudan inexperiencia y ansiedad. Me permito tranquilizar un poco a los jóvenes lanzando una talla que arranca risas nerviosas.

Soy motivo de junta médica. Curiosamente, aunque estoy presente, hablan en tercera persona sobre mí que soy el Paciente Ficha Nº 3458, como si yo no estuviera ahí. Es extraño. Uno de ellos me cuenta que la técnica “invisibilización automática” la aprendieron en el aula de la Escuela de Medicina.

Me abordan conservadoramente. Focalizan su acción al tratamiento sintomático del paciente Ficha Nº 3458 que aún soy yo. Frente a la pericia ortodoxa, termino perdiendo mi historia, mi visión particular de mundo, la manera como tenía de mejorarme. Todo se centra en el síntoma, que para no parecer menos, logro describir con lujo de detalles. Comienzo a tomar conciencia que podría quedar varado aquí y me da miedo.

Con el paso de los días me he vuelto “poco colaborador” con el tratamiento, como dice el personal que me atiende. Ni ellos ni yo estamos preparados para hacer frente a la posibilidad de mi muerte. He hablado de esto con un paramédico. Le comento que como ser humano cualquiera, valoro mi privacidad ante todo. No quisiera ser objeto de estudio ni mucho menos que no se me considerara en las decisiones respecto de mi propia salud.

Ella parece entender y me dice que siente impotencia y angustia por la cercanía de la muerte, cuando se trata de personas jóvenes e incluso viejos porfiados, que insisten en aferrarse a la vida. Que nunca le enseñaron qué decir y como confortar a un familiar que ha perdido un ser querido. Es por eso –me dice con un tono frío- que prefiere no involucrarse con los pacientes. Cambiamos de tema. Tampoco me encariño fácilmente.

A la mañana siguiente un par de médicos intentan convencerme de un tratamiento que quieren probar conmigo. Porque si resulta -me dicen- podremos aplicarlo en otros pacientes que están en sus mismas condiciones.

Me niego. Me miran con recelo. La obstinación terapéutica de ambos es notable y difícil de evadir. Pero me basta ver a mi compañero, el de la cama del lado, quien fue sometido a otro dudoso tratamiento invasivo. Sedado, entubado, ya no puede expresarse por sí mismo. Mirándolo me pregunto cual es el fin de todos estos procedimientos, cuando se ha perdido el norte, que es la persona del enfermo.

Las breves visitas de los médicos me dejan aún más confundido. Quisiera respuestas a mis preguntas o que al menos, me pregunten qué necesito, aparte de ver si mis parámetros se encuentran estables, o de controlar los molestos síntomas. Lo que agradezco. Pero a estas alturas no represento una prioridad para el sistema de salud. Pasé a ser un número más. Me voy llenando de incertidumbre, me aíslo.

Por cierto, percibo interés en mejorar las cosas por parte de quienes me atienden. Muchos de ellos conocen las causas y también las soluciones, para que todo en el mundo hospitalario ande mejor. Pero el temor puede más. El temor a la crítica, a disentir de las políticas masivas de salud, a parecer distinto. A ser tildado de “poco profesional”. En fin.

La funcionaria que me trae el almuerzo, me dice en voz baja: “Lo que pasa es que la medicina perdió lo mejor que tenía, confianza y cercanía, lo que se llama relación medico-paciente”. La miro con sorpresa y le respondo: “También el interés por la curación de la persona, que es el enfermo y no solo “la enfermedad”. La tecnología está a punto de reemplazarnos, pienso. Cuídese -le digo- mientras se marcha riendo.

Pasan los días. Con la cercanía de la muerte, a la cual nunca he temido, medito entorno a la necesidad de reconciliación con el pasado y como dejar atrás los resentimientos. No me sirven de nada. Tampoco me sirvieron antes. En esta incomodidad de cama hospitalaria, he intentado generar cierto orden en los acontecimientos de mi vida, para comprender con qué debo quedarme. Percibo que tengo poco tiempo para cerrar círculos y eso me pone ansioso e inquieto.

Necesito mucha escucha y consejo de alguien que no vea con tristeza el momento por el cual atravieso. Sin embargo, todo avanza con una rapidez que impide hablar de estos sentimientos. La muerte es un tema que nadie quiere abordar, aunque sea lo único seguro que tenemos en la vida.

Desde mi cama, veo el peregrinar de familiares y la extraña forma de comportarse frente a los enfermos como yo. A algunos habría que dejarlos en su casa, porque contaminan el ambiente con dramatizaciones exageradas. Otros fingen estar bien, acortan la visita o simplemente me ignoran, para ir a preguntar sobre mi estado. Pero el médico es escueto, distante y poco claro. Tampoco quiere adentrarse más allá. Le resulta molesto e incomodo. En su fuero interno sabe que la medicina se ha deshumanizado y él con ella.

Noto que he perdido alegría y un poco la noción del tiempo. El ambiente es frío, tenso e impersonal. Nada rompe aquí el circuito de sufrimientos que parece interminable. Salvo la alegría de marcharse a casa. Otros tienen que esperar el alta. Aquel ansiado valor, parecido a la libertad, de parámetros desconocidos para el común de los mortales.

Insistente pregunto entonces ¿Cuándo me va a dar el alta doctor?.
-¿Ha visto alguna mala cara que se quiere ir?… Tenga paciencia, aún no-
Dormito un poco, frustrado…

De la alta arboleda me despido en silencio esta noche fría de otoño. Los pasillos atestados de gente, me sirven ahora para escabullirme entre la multitud. Veo adultos, viejos y niños a la espera de un consuelo, que el administrativo de turno archivará en la ficha clínica, ante la premura sintomática de los pacientes.

Un alta precoz y mi fuga, en partes iguales, ha sido el remedio autorecetado esta noche. Un medicamento de avanzada, de uso restringido solo para obstinados e impacientes como yo.

Tras estas murallas añosas y derruidas, tomo la salud en mis manos, que aunque frágil y escasa, es lo único que tengo por ahora. En casa me espera mi cama, mi ropa, mi gente. Allí esperaré tranquilo, lo que haya de venir. Siesque viene. Si no me receto antes: La vida.




La autora es Diplomada en Acompañamiento psicoespiritual de Enfermos, Universidad Finis Terrae.
El texto está inspirado en el “Estudio exploratorio de las percepciones y actitudes del personal de la Unidad de intermedio médico quirúrgico respiratorio, frente a los pacientes que enfrentan el final de vida” Instituto Nacional del Tórax, Santiago, 2007

lunes, 8 de junio de 2009

Oficio: malabarista























Por Karina Olivares

Ahora que Chile ha ingresado formalmente a la categoría de “países en recesión”, hemos podido observar como, gran parte de la población más golpeada por la crisis (léase el 90% de los chilenos) ha debido despertar el recurso de la creatividad, apareciendo nuevas estrategias de sobrevivencia o al menos, haciendo más visible lo que ya existía hace muchos años.

Algunas son crueles revelaciones del trabajo infantil, que por cierto siempre ha existido con una enorme cuota de explotación y desamparo. Otras, son experiencias llevadas a cabo por adultos y jóvenes, quienes ven en el despliegue de ciertos talentos artísticos, una manera de ganarle al día siempre exigente de la moneda para vivir.

Porque en momentos de crisis y vulnerabilidad económica, aparte de recurrir a las instancias formales de apoyo, como Municipalidades, ONGs e Iglesias, la tendencia es a asociarse informalmente, crear nuevos emprendimientos y desplegar todos los “talentos” posibles hacia la búsqueda de la satisfacción de las necesidades básicas. Y ejemplos hay muchos y de muy variado tipo.

Estaba meditando en esto cuando una tarde cualquiera, veo como el parabrisas se llena de fuegos danzantes y peligrosamente próximos. Cae la noche y un joven, con un marcado estilo circense, nos ofrece un espectáculo de fuegos, clavas y malabares varios que saltan y vuelan por los aires. Su estilo cuidado no permite errores y al finalizar se gana los respetos de un obligado público que le entrega algunas monedas.

Toda esta operación dura menos de 60 segundos. Son los llamados “artistas callejeros” que desarrollan arte general circense de semáforos, con una gama increíble de objetos que sirven para “malabarear”. Un oficio interesante y lleno de matices que provoca un brusco despertar al automovilista asediado por un tiempo siempre escaso o por el tedio de la rutina.

Sorpresiva entrega artística que al menos, ahuyentó al puntilloso “limpiador de vidrios”, personaje que lucha por ganarse un espacio en la variada gama de emprendedores callejeros ubicados en los semáforos: Vendedores de galletas, dulces, helados, manos libres para celulares, diarios de la tarde, rollos para taxímetros, pan amasado, flores. Sin dejar afuera al clásico indigente cuyo único esfuerzo es solicitar una moneda “Por el amor de Dios”.

Aquí todo elemento sirve para generar atención, sorpresa y hasta despertar la impaciencia ofuscada de aquellos compatriotas agotados de estas improvisadas tomas esquineras, que para algunos demoran más de la cuenta la espera en el semáforo.

El malabarismo reúne principalmente a jóvenes en situación de pobreza y riesgo social entrenados en el Parque Forestal de Santiago o en escuelas formales como El Gran Circo del Mundo, entre otros. Les permite ganarse el sustento y también crear, alrededor de ellos, verdaderas comunidades que comparten un mismo estilo de vida.

Y el oficio es rentable si se trata de sacarle partido a las destrezas personales en un contexto socioeconómico cada vez más adverso. Durante una jornada normal diaria, el ingreso puede ascender a diez mil pesos, si se es talentoso y llamativo. O al menos cinco mil, si el espectáculo es pobre en despliegue de habilidades, pero siempre al final del día existe alguna recompensa que fortalece este trabajo que es también una pasión para quienes lo desempeñan.

Curiosamente, esta actividad hace un paralelo con ese dicho tan popular de “hacer malabares”, usado para referirse a todos aquellos actos que hacemos en las cuales se busca un acomodo más o menos equilibrado en situaciones de base inestables. Por tanto, todos tendríamos algo de este oficio en la sangre cuando “hacemos malabares para llegar a fin de mes” entre otros usos comunes aplicados a las problemáticas derivadas de la economía domestica.

Pero volviendo a esta temática social, en general quienes “hacen semáforos” son jóvenes, pero también se encuentra en estas esquinas a niños entrenados in situ, al fragor de la breve observación de malabaristas mas avezados. Se los puede ver alzando por el aire y con dificultad, pelotas de tenis u otros objetos, entregando un triste espectáculo que reviste a este oficio esquinero de su lado más oscuro y desalentador:

Niño triste
de blanca máscara
rota por la miseria
no te encuentro
salvo en esta calle
que es tu escuela
Invisible niño
¿cuantas monedas vale
esta tarde
tu entrega?

Utilizando el lenguaje malabaristico, encontramos a niños que no superan los 9 años "tirandose” (haciendo su trabajo) en medio de vehículos en movimiento o lanzándose a la calle en cada luz roja para "convertir" el almuerzo, es decir, cambiar su infantil esfuerzo por monedas que serán después su aporte al sustento familiar, del cual probablemente sean el único pilar.

En este plano no existen dobles lecturas, por cuanto se trata de una de las tantas formas de trabajo infantil que vulnera derechos fundamentales de la infancia. Porque el espectáculo más que sorprender, abruma y ensombrece, como los ojos tristes del payaso de circo pobre.

Alguien que puede ser un niño, aparece de improviso, para ser luego un invisible más de la ciudad. Porque en la profunda ignorancia que aún persiste sobre esta temática, ni el niño, ni sus obligados espectadores quizás, se reconocen como sujetos portadores de derechos humanos, haciendo que esta revelación sobre la pobreza dura y vulneración se perciba solo por 50 segundos.

Una sociedad de libre mercado como esta debe aceptar la coexistencia de todas las formas válidas de trabajo, especialmente del segmento joven, históricamente excluidos del acceso a trabajos de buena calidad, en condiciones de ejercicio dignas y seguras. También debe fomentar todas las instancias de protección donde se utilice la recreación como recurso, como es el caso de las escuelas artísticas para niños y jóvenes.

Sin embargo, en un contexto de calle donde todo vale, la economía social de mercado, gestionada por el Gobierno de turno, debe prestar especial atención en las formas de trabajo que vulneran los derechos y obligaciones de los niños: asistir a la escuela, ser atendidos por un adulto o institución responsable que provea su sustento, estar protegidos en su integridad física y mental, tener acceso al juego. En este caso, no con fines remunerativos, sino por el solo hecho “de jugar”

Web recomendada:
http://www.malabarismo.cl/