domingo, 10 de enero de 2010

SIEMPRE DIGNOS

Por Karina Olivares


Hay un acuerdo. Un pacto secreto y turbio. Despojarte de lo último que tienes para hacerlo de ellos. Algo que podría ser el Alma, la alegría, lo que los viejos políticos llamaban “Dignidad”.

Y la historia se repite. Porque la historia no es lineal, sino circular. Desde que el hombre es hombre y piensa, desde que sabe que tiene poder supremo por el solo hecho de producir materiales a partir de su pensamiento racional. Desde que sabe que puede sentir más allá de los animales.

Entonces aparece el estuto. El sagaz que cree poder doblegar la libertad personal. El astuto de siempre, aquel que cambia de nombre a través de la historia, pero que sigue siendo el mismo lobo con piel de oveja. En tanto los demás, pastoreados desde su nacimiento, flanquean dificultades para conseguir pastito más verde, alimento, descanso y ciertos espacios de diversión y seguridad que llaman felicidad.

Camuflado en sus diversos ropajes el astuto siempre acecha. Al aguaite de aquel que se aleje del rebaño unos pasos más allá, lanza su zarpazo sustrayendo al pobre rebelde a su destino cierto.

Pero tiene miedo. El astuto teme ser descubierto en su fragilidad de matón de barrio. Por eso hay que ganarle dándole donde más le duele, mostrándole aquel atributo inherente de todo aquel que nace ser humano, ese atributo que se llama “Dignidad”.

La dignidad de la señora que parte de su casa a las 5 de la mañana, con su carrito a cuestas, para vender sopaipillas a la salida del Metro, porque no espera que su marido, o quien sea, le traiga la platita o el bono de temporada para que coman sus cabros chicos.

La dignidad del trabajador que no baja la cabeza cuando entra a la oficina “deluxe” de su jefe, porque sabe que en el fondo, él siempre será dueño de su más preciada herramienta, su mano de obra.

La dignidad de la gente que no se deja seducir por las liquidaciones pre eleccionarias, que camufladas en promesas, nunca van a cumplirse. Ellos saben que hay un diseño y que en ese diseño tampoco están incluidos, ni ahora ni en ese incierto mañana discursivo.

La dignidad de quien esta tarde, escuchando su insistente voz interna, agarró sus cuatro pilchas y abandonó la casa que compartía con quien nunca será feliz.

La dignidad de mi abuelo Joaquín Órdenes, dirigente sindical de la industria del cuero y calzado allá por los años 50, quien sin saberlo me traspasó en los genes, que nunca había que achicarse ante ningún ñato y que se es valioso por el solo hecho de haber nacido persona.

O la dignidad de Carlos, el indigente de mi barrio muerto el año pasado y que aún en su sopor alcohólico de 24 horas, conocía más que nadie sus derechos y los exigía.

La dignidad de quien no cede espacios a la manipulación, al ninguneo, al abuso o a la falta de respeto del que cree que nacimos ayer. O peor aún, que no tenemos memoria.

La alta dignidad de quien se reconoce miembro de una sociedad con historia, donde muchos han recorrido, construido y hablado el mismo lenguaje que algunos hoy quieren hacer parecer como novedoso o la última chupada del mate en materia social.

En medio del ofertazo político de esta última semana, me quedo con los viejos, que miran sin que se les mueva una ceja, el devenir de nuestros destinos sociales y políticos.

Total ellos ya vienen de vuelta, no pierden nada porque quizás lo perdieron todo y todo lo ganaron al fragor de la vida misma. A otros se les puede mentir. A otros intentar seducir con lo que mi abuelo hubiera llamado cohecho.

Me quedo con los obreros o la asesora del hogar que cada día se levanta y acuesta sabiendo que lo que trabajaron hoy les sirvió para el té con pancito y mantequilla, que felices disfrutaran en la mesa de siempre con sus hijos.

Me quedo con los humildes, con los sencillos, siempre dignos después de todo.

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