martes, 19 de mayo de 2009

CARLITOS

Por Karina Olivares


“Esos derrotados son el ícono de algo muy grande.
y los habitantes presentes y futuros deben saberlo,
tal como los judíos conocen su Holocausto” (José Ángel Cuevas, Poeta)



Hubiera preferido no adentrarme en esta historia. Dejarla ahí y no vestir a este personaje con mis palabras. Pero hace tiempo quería hacer esta crónica. Un poco para darle un lugar literario a esta vida de novela que me tocó conocer gracias a mi trabajo y con la que ahora desde lejos reflexiono. Porque finalmente, la única solución que pude darle es ésta: la mirada literaria.

Una mirada que permite revestir cientos de experiencias dramáticas y reencantarlas. Aquellas que por difíciles no tienen cabida en ningún circuito teórico-práctico que permita entenderlas humanamente, aunque los científicos de lo social se esfuercen día a día en crear nuevos paradigmas y conjeturas para el trabajo diario. En ese espacio de la nada donde se ausenta lo humano, aparece una “socio-poética” como la he llamado.

Y esta categoría podría aplicarse para entender a los seres humanos que han optado o han sido llevados a vivir en la calle. Los indigentes, aquellos diurnos invisibles que conviven en este espacio social (callejero, barrial) haciéndonos recordar la falta de entendimiento mutuo, la saturación de este sistema y el olvido casi obligado de algunas vivencias que podrían enriquecer nuestro pasar aquí al interior de las grandes ciudades.

La vida de Carlitos es casi un guión de la más inquietante historia donde se entrecruza el niño herido que fue y lo que es ahora a sus gastados 54 años: Un indigente que aún en su sopor alcohólico de 24 horas, reclama una dignidad a toda prueba. Un botado paria que circula, sin embargo, con la dispuesta y atenta servidumbre de algún vecino bien de su Villa.

A Carlos lo conocí hace años por los constantes reclamos de los vecinos de su barrio. Estaban cansados de su presencia perturbadora. De su vivir inhumano con perros de compañía. Del foco de infecciones que era su casa. Y de su ingesta excesiva de alcohol con la cual tantas veces rozó la muerte sin conseguirlo. Un hombre en completo abandono.

A él había que llevárselo a toda costa. Rehabilitarlo o dejarlo en un hogar. Porque no podía seguir así: “No podemos, como vecinos, verlo morir poco a poco en la puerta de su casa” me decían. Pero lo único que él siempre ha querido es que lo dejen tranquilo.
Y este “dejarlo tranquilo” implica desde fuera abandonar la idea de ayuda, de asistencia tal como la hemos conocido tradicionalmente. Porque todas mis prácticas nunca me sirvieron para ayudarlo a que dejara de ser quien es. (Que extraño suena). Porque pese a mi erróneo empeño sigue ahí imperturbable. Siendo quien quiere ser, en la calle que es su patria-paria. En su hogar-vacío. Donde nadie más puede herirlo.

Allí está siempre Carlitos. Durante el día en medio del tránsito vehicular algún vecino con tiempo escucha un interminable reclamo que siempre está dispuesto a reabrir. Y es interesante sentarse a escucharlo porque en su complejidad de hombre herido, se esconden conexas líneas que me trasladan a este experimento que es Chile ahora, donde algunos quedaron rayando con la epopeya de lo antiguo. En la herida que nunca cerró. En otro cielo o infierno particular. En lo que alguna vez tuvo sentido y que ahora "se ahoga" en el último sorbo de vino en caja.

Salta una pulga de su solapa. Y sigue hablando. Su hedor es perceptible a una cuadra. Pero es un vecino querido. Son muchos años viviendo entre la calle y su casa. Siendo el consentido de sus vecinos que lo reconocen como un sobreviviente. Una estrella de rock en el ocaso de su locura. Un pobre hombre que no quiere ser ayudado. O la prueba palpable de la miseria de un país que no tiene tampoco cómo entenderlo. Ni quiere.

En Carlitos encuentro el resumen de una vida fraccionada en algún momento imperceptible después de su nacimiento, a mediados de la década del 50. Se cuenta que fue adoptado por una familia de clase media, con un cabeza de familia llamado padre que nunca lo quiso y que lo maltrató en grados indecibles para un niño. El culmine fue cuando le dijeron que era adoptado, una revelación hecha así no más, sin anestesia, de golpe. Eso lo derrumbó.

Luego toda su vida fue vertiginosa, sicodélica, tormentosa. Para qué hablar de sus años de juventud perdidos tras el caos social del período de dictadura. Mejor olvidar. Y las drogas que solo fueron un escape a la angustia existencial de no tener una razón de ser. Un no pertenecer a nadie y que nada te pertenezca. Salvo la casa de esta familia que lo adoptó y en la cual con el paso de los años, fue quedando solo en su indefensión de hombre herido.
Solo, porque todos se fueron. Dejando como herencia la casa a la cual se aferra con toda su humanidad. Está ahí al parecer a la espera de que alguien vuelva a pedirle perdón. Pero nadie de su familia viene. Salvo un par de hermanas que le exigen el derecho a vender esta casa que ya nadie querría. Transformada como está, en su putrefacta trinchera.

El pegado long play de Carlitos son sus daños. Un disco rayado que solo él sigue escuchando. Para él quizás, todos somos culpables de haberle dado esta familia que nunca lo cuidó, de no haber reparado a tiempo sus oscuros daños infantiles y querer ahora intervenir en su adultez sobreviviente como pudo. O de su soledad querer rescatarlo. O de sus perros quitarle un calor de clásica amistad quiltro-humano.

Pese a todo, su vida es tremendamente coherente en muchos sentidos. Su pasar en alcohol callejero, su permanencia en aquella ruinosa casa. Todo sobrevive a los intentos por sacarlo que alguna vez tuvimos como sistema sanitario. Porque un verano memorable llevaba varios días botado inconciente en la puerta de su casa, dejándose morir en alcohol.

Aquel día, entre personal de salud, carabineros, sacerdote, vecinos, fuimos sumando casi veinte personas intentando convencerlo para que se fuera al hospital. Que tenía que ponerse bien. Que alguien iba a cuidar su casa, alimentar a sus perros. Pero él en todo se negó, dejando en claro que conocía muy bien sus derechos. Porque a Carlitos queríamos sacarlo, llevarlo engañado de sus afectos-efectos que eran su caja de vino tetra, sus perros y su casa. Recuerdo que hasta cigarros pidió a la muchedumbre para pensar si se iba al hospital. Todo un rockstar.

Esa escena fue una verdadera encrucijada: Carabineros de Chile nos decía que como personal de salud no podíamos dejarlo morir ahí sin asistencia. La misma que insistentemente se negaba a recibir. Las vecinas rogando porque de alguna manera, cualquiera, lo convenciéramos de subir a la ambulancia. Cada personaje tenía allí su motivo vital para llevárselo, menos Carlitos.
Y fueron varias horas a la espera del desenlace. Se nos iba, se moría en la puerta de su casa. Finalmente ante la expectación pública un carabinero fogueado en su oficio y con inusitado manejo de crisis, se sienta a su lado y enciende un cigarrillo junto a él. Tras una breve “negociación”, Carlos autoriza su traslado.

Mirar como la ambulancia se llevaba a este hombre fue sobrecogedor para todos. Hubo allí pena, llanto, y alivio en algunos. En el Hospital lo bañaron y le pusieron ropa limpia. Ese día de visita vi a un normalizado Carlitos, imagen irreal que duró solo un par de días. Una conveniente alta precoz lo dejó nuevamente en la calle, donde se reencontró con sus perros, las monedas para la caja de vino y la conversación improvisada sobre su paso forzado por el hospital.

Un abogado me confirmó que no hay razón jurídica para moverlo. Tampoco ha habido nunca motivos psiquiátricos para internarlo. Ni redes en Hogar de Cristo u otras paradigmáticas del indigente, porque está claro que no quiere moverse ni ser ayudado. No quiere nada. Solo ahogar su daño en alcohol, un cigarro o público que solamente lo escuche.


Por eso ahora lo comprendo y lo dejo ser. Acepto aquello que no puedo cambiar en mi soberbia normalista. Porque dejé de temer que un día me dijeran: se murió Carlitos ¿y qué hiciste tú? Dejé de absorber la culpa de los vecinos pudorosos y espectadores pasivos de su transitar. Dejé de pensar y comencé a sentir. Quizás algún día así lo pueda ayudar. O bien él me ayude a mí. Aún más.



En memoria de Carlos Augusto Soto Rozas (1955 - 2009) quien residió en Poeta Juan Guzmán Cruchaga (ex Paipote) esquina Víctor Domingo Silva y sus alrededores, comuna de Macul, Santiago-Chile

3 comentarios:

  1. (Comentario publicadi en un sitio de Trabajadores Sociales)

    Comentario por KARINA OLIVARES ORDENES el junio 9, 2009 a las 7:43pm
    Acabo de enterarme de la muerte del protagonista de esta historia a fines del mes de Mayo. Su triunfo (dentro de la miseria en que vivió) fue haber dado la pelea en su casa y haber mantenido su forma de vida hasta el final en las condiciones que él nos impuso, como su legítimo derecho.

    Siento tristeza lógicamente, pero me ayuda haber escrito esta crónica a través de la cual también, lo dejé partir emocionalmente. Nunca dejamos de aprender, siento que hice lo que en su momento pude, con los recursos que tuve e incluso más allá.

    El Trabajo Social está en constante transformación, al igual que los paradigmas que alguna vez nos hablaron de como intervenir en la sociedad y su gente. Personas como Carlos, me confirman que hay aún mucho que descubrir en el trabajo con los demás.

    ResponderEliminar
  2. (Comentario publicado en un sitio de Trabajadores Sociales)

    Comentario por Masiel Ayala Rivas el mayo 20, 2009 a las 3:23pm
    Karina!
    ¡Qué importante es el tema que tocas!!, que importante es tener claro que el cambio por el cambio no tiene sentido, porque para cambiar algo hay que tener súper claro qué es lo que queremos modificar, lo que no siempre es una tarea simple y clara, dado lo complejo que es la realidad social; y también es necesario identificar quién lo quiere cambiar y para qué, hacia dónde, hasta dónde.
    Pero además es complejo no solo como profesionales, sino también como seres humanos, es súper importante hacer el ejercicio de definir, identificar o intuir cuál es el sentido de ese cambio, pues si no existe un sentido la tarea de intervención social, que tiene por definición el objetivo de generar un cambio, queda sin sentido, como lo que eventualmente sería el cambio para Carlitos.
    Qué importante es también, poder hacer el ejercicio de humildad, y de vez en cuando respetar al que no quiere cambiar su situación, reconociendo sus fundamentos, aún cuando no se esté de acuerdo. Pues creo que no puedes hacer una intervención para el cambio social, si para sostener el proceso de modificación de la realidad cotidiana, del día a día, necesitarás un "paco" que supervise cada uno de los avances.

    En estos casos tal vez lo que se genere no sea más que el acompañar, el humanizar y esto es también un cambio, no en las condiciones de vida de quien es nuestro sujeto de intervención, sino más bien en la calidad de vida en que el sujeto sigue viviendo su situación vital...

    Excelente aporte para la reflexión, felicitaciones amiga.....

    ResponderEliminar
  3. (Comentario publicado en un sitio de Trabajadores Sociales)

    Comentario por Víctor Riffo Quintui el mayo 20, 2009 a las 3:29am
    Frente a este hecho me es inevitable cuestionarme, pensar las razones que llevan a una persona a tales extremos, donde renunciar abiertamente al derecho fundamental que su condición de ser humano le otorga es una opción, en este caso la que el entiende como su única opción.

    El ejercicio de nuestra profesión nos obliga a mostrar la otra opción, la que genere el cambio, me niego a la idea de que el final de está historia sea la muerte en condiciones inhumanas del protagonista, sellando con está un capitulo más del trágico pasar de los indigentes Chilenos, cuando el caso escapa de toda manifestación teórica siempre está la opción de escribir un nuevo capitulo con la tinta de nuestras experiencias.

    Reconozco lo complejo se torna intervenir una realidad donde cualquier indicio de cambio debe lidiar con la voluntad de la persona a intervenir, una intervención donde no existe disposición a la transformación es de seguro una intervención que va al fracaso, pero quiero creer que siempre existirá una luz en el túnel, por muy pequeña que sea esta nos trazará un nuevo camino, una nueva oportunidad, la encontró el carabinero en un momento donde se daba todo por perdido y si para encontrarla debemos reinventarnos, por que no, que así sea.

    ResponderEliminar